Fui a un centro comercial, porque hacía falta ir. Me enviaron a él desde otro centro comercial. Esta ciudad está llena de centros comerciales.

Me perdí, en el centro comercial. Buscaba una franquicia en concreto, o en su defecto, un directorio. Y el centro comercial era tan grande, pero tan grande, que empezaba en lo alto de una colina y terminaba al pie, como Minas Tirith. Pero sin el atractivo de orcos asediándolo. Y hubieran sido, lo afirmo, un atractivo.

No era feo, el centro comercial. Era grande. Y desangelado. Y un poco aterrador, con el terror menor, acrílico y fluorescente de los proyectos ambiciosos que acaban adaptados a su entorno y se quedan mutilados, disminuidos, un poco manchados de grasa y afeados por desconchones.

Nadie sabía dónde estaba nada, en el centro comercial:

– Perdone -pregunté a una mujer que atendía, sin muchas ganas, un quiosco de productos para las uñas, donde todo era violentamente rosa y púrpura hasta la migraña-, ¿sabe por dónde queda la Franquicia Soylent*?

– Ni idea -fue la respuesta, dada quizá demasiado rápidamente.

– Bueno, pues ¿me puede indicar dónde hay un directorio del centro comercial?

– ¿¡Un qué!?

– Un directorio -repetí, algo sobresaltada por su espanto ante la pregunta-. Ya sabe… un punto de información, algo que te indique qué comercios hay en este centro.

– No tenemos nada de eso -dijo, muy segura. Quizá todos los clientes habituales pertenecían a una logia secreta mutante que les informaba por telepatía. Di las gracias («por nada», dijo ella, adecuadamente), y emprendí la búsqueda por mí misma.

Apliquemos la lógica, pensé, y la regla de la mano derecha. Que no funcionó, claro. Pasé por franquicias de todo tipo, pero ninguna Soylent. El centro comercial se curvaba leve, pero no airosamente, ofreciendo torcidas perspectivas de sus galerías, comercios incongruentes incrustados en los amplios pasillos, alguna silla de plástico abandonada en un rincón. Los diferentes pisos estaban conectados por escaleras mecánicas demasiado estrechas y largas, como si las hubieran fotocopiado mal, y rampas (para los carritos del supermercado, que marchaban con esa curiosa marcha medio diagonal de los carritos, arrastrando tras de sí a compradores levemente acartonados, con expresiones vacías).

El iluminador del centro comercial, pensé mientras hacía kilómetros en vano, debió trabajar antes en una funeraria, y seguramente le tomó gusto a la luz blancoverdosa de la sala de necropsias. Alcé la mirada a las columnas, espantosamente decoradas en estilo pseudoegipcio, como si alguien hubiera oído hablar de Luxor a un marinero borracho que hubiera tenido un encuentro cercano con Cthulhu. Empecé a temer no salir nunca más del centro comercial, atrapada entre escaleras mecánicas y decoraciones fallidas y vidrieras polvorientas y plantas de plástico.

En los relatos de terror al uso, eso es lo que pasa, que uno se queda atrapado. Yo no me quedé atrapada. Conseguí encontrar la franquicia, y hacer mi gestión, y tras unos kilómetros más, conseguí también encontrar una salida (creo que la de emergencia), de modo que no me quedé atrapada. Pero el centro comercial se había quedado con dos horas de mi tiempo, con una buena cantidad de energía negativa (metafórica, ustedes me entienden), y con un trocito pequeño de alma, podrida y asesinada por la exposición a los fluorescentes, y los pasillos vacíos y los comercios levemente torcidos en sus locales, como si alguien los hubiera embutido allí a mala idea. Lo cual no crea un relato de terror, pero es aterradoramente verídico.

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(*) Franquicia inventada. De momento.