Hoy he ido al banco y me ha atendido un ama de casa con rulos, bata y pantuflas. A su lado había una princesa de Las Mil y Una Noches, y al otro lado un duende. Por detrás, un conejo llevaba papeles de un lado a otro y una pareja de gangsters de los años 20 hablaba con una india, perdón, una nativa americana. Es Halloween. En la puerta ha aparecido un cartel que dice que quienes lleven una máscara de Halloween se la quiten antes de entrar o Seguridad lo hará.

En el restaurante thai había una familia americana muy típica comiendo sin quitar ojo del ventanal; habían ido sólo para poder ver los disfraces que lleva la gente por la calle. No han tenido mucha suerte; sólo ha pasado un motero vestido de negro con una máscara de «El Motorista Fantasma». El resto no llegaba más que a llevar gorros estrafalarios.

Por la tarde he estado haciendo un nudo de soga en un trozo de cuerda que me ha traído una amiga para su disfraz de Sarah Good, post-sentencia. En el camino al laboratorio alguien ha echado sobre un arbusto un trozo de tela en forma de fantasma simpático, tapando la pequeña estatua de un angelito tristón que se desmigaja lentamente a la sombra húmeda del seto. Todos los ginkgos de la calle 30 han perdido las hojas a la vez, de sopetón, quizá del susto.

Esta noche los niños salen a pedir dulces por las casas. Supongo yo, vaya, porque lo cierto es que no se oye nada fuera, ni voces, ni risas, ni imitaciones de aullidos terroríficos más o menos afortunadas. Mi jefe se ha ido con sus nietos a Portland para esta actividad; se ve que han dejado Corvallis por imposible.

Mañana no quedará ni rastro de Halloween; todos los estantes de los supermercados estarán ocupados por mercancías para el día de Acción de Gracias, y las decoraciones terrorífico-festivas habrán desaparecido casi del todo, excepto por algunos fragmentos de calabazas rotas, naranja brillante contra las calles cubiertas de mosaicos de hojas multicolores que en nada tienen que envidiar a los de Bizancio.