Esto fue el viernes pasado, volviendo del laboratorio. Aún había un poco de luz índigo en la calle. Se me cruzó en la acera -cosa rarísima- un chico cargado con un televisor. Detrás de él, por la puerta abierta de un apartamento, se derramaba una luz naranja y espesa. Salía del umbral un vaho cálido de actividad, mezcla de ruidos de maletas arrastradas y olor a pizza.
De pronto, una chica que había dentro estornudó. Fue un estornudo magnífico y espontáneo, el estornudo de quien se sabe en buena compañía y se permite el lujo de estornudar desde el fondo de los pulmones, prolongando el proceso con un gañido largo y modulado y terminando en un suspiro satisfecho de cachorrillo. Un estornudo alegre, sonriente, lleno de primavera y de joie de vivre. Un estornudo cargado de polen sedoso, de buen humor, de aire leve de anochecer, de maletas por acarrear, y de un novio que te quiere y te lleva el televisor al coche.
El novio sonrió, creo que sin darse cuenta. Yo también, pero me di cuenta, y me llevé las sonrisas -la mía y la suya- a casa.