A bote pronto, uno pensaría que son los estudiantes, globulillos de colores discurriendo por las venas pétreas de la Academia (toma sha). Pero no. Cuál no sería mi sorpresa, esta mañana gris y fresquita (trailer del otoño que nos espera, pero aún con todo verde), al oír, realmente, un latido.
Como puede esperarse de un campus que da cabida a 14.000 estudiantes, no era un latido discreto. Era un boom reverberante, multiplicado en ecos por los edificios de alrededor, que lo devolvían en frecuencias más bajas, contrastando con el sonido original, más claro y metálico.
Una ha sido educada en los clásicos, así que de inmediato pensé en un batidor para gusanos de Dune. La cadencia, ligeramente taquicárdica (tunc-tunc-tunc), era clavadita, y subía desde los pies un instante antes de llegar a las orejas. Al buscar la fuente del sonido, me encontré mirando una zona en obras donde el batidor más grande del mundo golpeaba el suelo con saña, y no quiero ni imaginarme el gusano que llamará tal trasto. Menos mal que probablemente sólo querían hacer un agujero. Tras cada impacto subía una nubecita de humo monísima desde el compresor; casi parecía llevar aparejado el bocadillo de tebeo diciendo «chuff chuff» con cada bocanada.
A medida que me alejaba del sitio, los ecos se reposicionaron y provocaron un efecto curiosísimo: un paso, y el batidor parecía estar justo al otro lado de la calle; otro, y se había movido a la derecha y 100 metros más lejos. Daban ganas de correr a asegurarse de que seguía donde lo dejé.
Así, confundida y rodeada de percusión telúrica, me fui a por el café. A la vuelta, había silencio.