A veces, la belleza es cuestión de límites: de cruzar la línea de lo familiar y encontrarse con lo diferente. Quizá por eso me gustó tanto Vancouver, por el contraste que suponía venir de Corvallis, soñolienta, tranquila, rural, y caer en Vancouver, vertical, pétrea, poblada, vivaz. Desde nuestra flamante habitación de hotel, que hacía esquina, veíamos las calles con gente y con coches y no se nos cansaban los ojos de mirar a todos los lados y apreciar las diferencias, «¡Mira, gente que habla!», «¡Mira, escaparates!», «¡Mira, un atasco!», «¡Mira, casas de piedra!»
Es difícil clasificar Vancouver, porque aun siendo una ciudad americana poblada de la habitual jungla de monolitos iluminados (que es la versión corporativa de la carrera armamentística de los árboles por ser el más alto en la selva amazónica), tiene un centro muy europeo y muy chic, con tiendas que van desde lo exquisito hasta lo totalmente alternativo, léase majareta. Da gusto pasear por ahí, y nos dio mucho gusto a pesar de que el tiempo estuvo nublado, frío, lluvioso, y diluvioso. Por ese orden. Pero hicimos el turista con premeditación y alevosía y además de comer de maravilla nos empapamos de anocheceres en la bahía, de los árboles altos y oscuros del Stanley Park, de la vida nocturna del mercado de Grenville, y del Lion’s Bridge, cuya iluminación convierte sus ciclópeos pilares [/art decó/] en monumentos de jade verde casi translúcido.