(Esta es mi entrada para no hablar de Matrix: Revolutions, ni de la boda del príncipe.)
You have been in Afghanistan, I perceive. La frase, ya mítica, es el pistoletazo de salida a una de las amistades literarias más fructíferas de todos los tiempos, a la altura de los tres duelos consecutivos de d’Artagnan, o del final de Casablanca. Durante una cincuentena de relatos y tres novelas, Holmes y Watson, sin jamás llamarse por el nombre de pila, se convirtieron en amigos inseparables de esa manera tan circunspecta que tienen los anglosajones de ser amigos inseparables.
Bien: pues ahora que os tengo pensando en otras grandes amistades literarias, añadid a la lista un codazo en las costillas durante un concierto de Locatelli en Mahón. Así se conocieron Jack Aubrey, capitán de la Marina de su Real Majestad Británica, y Stephen Maturin, médico, hijo bastardo de catalán e irlandesa.
No fue un encuentro, como se suele decir, auspicioso: «If you must conduct, kindly attempt to do so in time and not half a beat ahead», dijo Stephen, bajito, magro, astroso, al alto y rubicundo Jack, cuando este, dejándose llevar por las emociones de la música, cometió el faux pas de llevar el compás con la mano y se llevó de premio el codazo y el reproche. Podría haber acabado, como en el caso de d’Artagnan, en duelo. Pero acabó en una disculpa, una comida, y una invitación que se prolongó durante 20 volúmenes de purísima novela histórica y de aventuras.
En una época en que la mayoría de novelas históricas se ajustan a un formato televisivo en cuatro actos con tres escenas de acción, y donde los personajes hablan como en pleno siglo veintiuno, las novelas de O’Brian son un bofetón a las convenciones narrativas. Empiezan en cualquier lado y terminan abruptamente (a veces, casi literalmente, a mitad de un abordaje), y sólo cuando estás a mitad de libro te das cuenta del genio de O’Brian, que ha conseguido darte exactamente toda la información necesaria sin parecer que te está dando la información necesaria.
Esto no quiere decir que sean libros de lectura fácil: la elegancia de otros tiempos que destila cada página, y el asombroso dominio del lenguaje del que hace gala O’Brian, que aplica adjetivos con la precisión de cirujano de Maturin y la alegre sed de sangre de Aubrey, no son para gente con la atención puesta sólo a medias en la lectura. Por no hablar de la ordalía de términos náuticos por la que te hace pasar: una especie de prueba de fuego que marca si odiarás los libros o los amarás de por vida.
Yo los amo: amo el humor seco y sardónico de Maturin, la energía de Aubrey, los personajes secundarios abocetados con maestría en dos líneas, la vívida estampa de la vida a bordo y en tierra, en guerra y en paz. Me gustan los pasajes filosóficos, los pasajes introvertidos, los pasajes de acción, los capítulos técnicos y los capítulos eruditos. Me gusta cuando la acción se centra en las labores de Maturin como agente de inteligencia, como naturalista o como médico. Me gusta cuando la acción se centra en las labores de Aubrey como capitán, como marido o como político. Me gusta cuando los dos personajes se juntan en lo único que realmente los une, la música. Me gustan sus desencuentros, sus enemistades, y las líneas que marcan a su relación. Me gusta cuando Jack se porta como un asno y cuando Maturin deja a alguien clavado en el sitio con la fuerza de su mirada fría, reptiliana, cruel. Me gustan los personajes femeninos: Diana y Sophie, polos opuestos extraordinariamente bien retratados. Me gusta la manera poco teatral, realista, de llevar el tempo durante una batalla o después de ella, y de guiarnos a través de las sucesivas campañas. Me gustan los inevitables pasajes, repetidos en cada libro, donde se habla de la rutina de la vida a bordo. Me gustan las referencias a adagios de Corelli o de Haydn, las expediciones entomológicas de Stephen, el retrato perfecto de la crueldad de la época, y los nada raros momentos de humor. Me gustan. ¿Se nota?
En este caso, por desgracia, no os puedo decir que os gustarán también a vosotros. En primer lugar, O’Brian hace pocas concesiones al lector, que tiene que poner bastante de su parte. En segundo -y más importante- lugar, en este caso la traducción al español no es especialmente afortunada. Ignoro si alguna traducción puede hacer justicia al estilo personalísimo de O’Brian. Pero los dos libros que me he leído traducidos (el primero y el tercero de la serie) fallan, fallan estrepitosamente en transmitir gran parte de la magia de la saga. En parte es la falta de términos equivalentes del argot náutico, imagino. Pero es que también se pierde gran parte de las peculiaridades del lenguaje, del humor, y del ingenio que usa O’Brian y que suele poner en boca de Maturin -un trasunto del propio O’Brian, como Aubrey pudo ser el ideal al que aspiraba el escritor-; un ingenio afilado, cruel, certero y brillante que me lleva de vuelta a los libros una y otra vez, la veintena completa, sin dejarme ninguno. Son un antídoto ideal contra todo lo que últimamente, como lija, desgasta la superficie de la mente, abrasivo y banal.
Así que cuando las matrices, los príncipes y las demás miserias pequeñitas de la vida me raspan la paciencia demasiado fina, sabed que por las calles de Corvallis, me encontraréis leyendo los libros de Patrick O’Brian. Y al que no le guste, buen viento.