(Sí, sí, seguimos con la crónica del viaje, pero paramos aquí ya, que si no a este paso es que ya me mudaré a Laponia y aún no habré terminado de contar la vuelta de Corvallis. No, no me mudo a Laponia, era sólo una expresión, no os asustéis. O asustaos).
El equipaje de mano, sobre todo si lleva ruedas, es una cosa de lo más manejable, y una vez bien distribuído el peso y hallado el centro de masas, puede una recorrerse sin problemas los kilométricos pasillos de cualquier terminal de aeropuerto. La terminal de Portland dista mucho de ser kilométrica, así que iba yo feliz en busca de mi puerta de embarque (D11, para los completistas).
Claro que, antes, había que pasar el control de seguridad.
Las sucesivas y coloridas alertas con las que Ashcroft ha tenido a bien decorar el país han vuelto locos a los viajeros y han desquiciado totalmente al personal de tierra de los aeropuertos, y no es de extrañar. Pero en USA las cosas se organizan rápidamente y bien, y me enfrenté al laberinto encintado de la cola con buen ánimo y con el billete y el pasaporte en la boca, a falta de manos para asirlos, porque en una llevaba el asa de la mochilita verde y en la otra el libro. Esto se hace porque a la entrada del laberinto encintado descrito más arriba hay un señor de uniforme que los mira y te dice que lleven los billetes en lugar visible y que vayan sacando los portátiles de las bolsas.
Aquí se nos plantea un problema. Es factible dejar el asa de la mochila verde, desembarazarse de la mochila negra, colocarla en el suelo junto a la chaqueta, depositar cuidadosamente sobre la chaqueta el libro, el billete y el pasaporte, arrodillarse con reverencia, destrabar las presillas de la mochila, abrir la cremallera del compartimento del portátil, extraer el portátil, depositarlo también cuidadosamente en el suelo, cerrar la cremallera, trabar las presillas, acomodarse de nuevo la mochila en la espalda, recoger el libro, el pasaporte, la chaqueta, el billete y el portátil, ponérselo todo bajo un brazo, levantarse, y asir el asa de la mochila verde. Sí, sí, es posible, de verdad.
Cuando la cosa se complica es cuando hay que hacer todo lo anterior mientras la cola avanza. Entonces ya la neurona se satura y entran en juego los pies -para empujar a pataditas la mochila verde-, la cadera -para aguantar la mochila negra que queda colgada de un hombro mientras se intenta abrir la cremallera-, los codos -para aguantar la chaqueta, el libro, el pasaporte y el billete mientras las manos rebuscan en la mochila-, y las orejas -para atender a los tacos en arameo de los viajeros que vienen detrás de una-. De modo que es un ejercicio muy completo, sano y aeróbico.
Lo más divertido de todo este asunto es que llegas al arco detector de metales, aguantando la mochila entre el brazo y el cuerpo, con el billete, el libro y el pasaporte en una mano, el portátil en la otra, la mochila verde arrastrada con un pie, y la chaqueta colgada de una oreja, y llega el señor guarda de seguridad y te dice «Descálcese».
Momento de pausa horrorizada.
Pero esto es USA y el señor agente se nos está poniendo nervioso y ya su mano revolotea en torno a la culata del revólver, de modo que dejamos caer al suelo todo menos el portátil (que aguantamos, a estas alturas, con los dientes), lo juntamos en un montón a base de patadas, y nos sentamos en la sillita de plástico a quitarnos las zapatillas. Mientras, una agente te espera con el detector de metales en ristre, otro se dedica a abrir tu mochila verde y a descalabrar el cuidadosísimo estibado de sus contenidos, y un tercero te espera al otro lado del arco detector de metales como San Pedro al otro extremo del túnel de luz que ven los de las experiencias cercanas a la muerte. Te llueven instrucciones contradictorias de todas partes.
-Póngase aquí -te dice ella, indicándote una alfombrita con áreas coloreadas para poner los pies.
-Le abro la mochila -dice el agente, que tras crear una zona catastrófica en mi mochila verde arremete contra la del ordenador. Yo no puedo protestar porque estoy en posición del hombre de Vitrubio mientras la agente me pasa el detector de metales hasta por debajo de las pestañas.
El detector pita.
-Quítese el cinturón.
El detector pita.
-Le voy a pasar la mano por el sujetador.
El detector pita.
-¿Lleva algo en los bolsillos?
Un ganchito del pelo. El detector deja de pitar. El otro guardia está pasando las páginas de mi libro y se le cae el marcapáginas. La agente me pasa un dedo entre el reloj y la muñeca, buscando, imagino, terroristas infiltrados.
-¿Me lo quito? -digo, pensando «ya que estamos…». Ella no se lo toma bien. El otro agente me dice que ya he terminado y que «Esto ya lo vuelve usted a meter como quiera». Yo pensando cosas feas. La agente me empuja fuera de la alfombrilla. Estoy cansada, tengo sueño, hambre, me duelen los hombros, temo por mis maletas y me han descalabrado el equipaje; pero me echo a reír. La agente me mira raro mientras yo, entre risitas, me pongo el cinturón, las zapatillas, y recojo el desastre en que han convertido mi equipaje de mano.
-No, no -me dice el agente que hay detrás del arco detector de metales-. Todo eso por la máquina.
Así que allá fui a acarrear la chaqueta, el libro, la mochila del portátil sans portátil, y la mochila verde, para pasarlos por la máquina, mientras el portátil iba por otros derroteros y yo pasaba, prístinamente, por el arco.
-Que tenga buen viaje -me dijo el agente, devolviéndome mi tarjeta de embarque. Yo me alejé en silencio, por no liarla.
Y así, amiguitos y amiguitas, termina el relato de cómo salí de Corvallis contra viento y marea. El resto del viaje no tuvo nada más reseñable que un cierto e inevitable anquilosamiento muscular y mi primer atasco en cinco años nada más llegar a Madrid. De modo que, a partir de ahora, esta Biblioteca recupera la línea temporal estándar y reanuda su programación habitual, que a buen seguro sorprenderá tanto a los que me leéis como a mí que la escribo. Cosas que tiene cambiar de país.