Mi viaje a Córdoba, brevísimo y agotador, no tenía como objetivo directo librarme de las Fallas, aunque lo fue indirecto. Llegué el viernes por la noche, y por cosas de la vida, el sábado a la hora de comer había terminado con lo que allí me llevó.
Dado que el bus de vuelta a Valencia salía al día siguiente, tenía una tarde que matar. Una tarde en Córdoba no da para nada, porque hay mucho que ver y todo ello merece su tiempo. Así que la dediqué a pegarme una comilona im-pre-sio-nan-te en un sitio llamado La Floresta, que recomiendo encarecidamente a todos los que gusten de buena comida al estilo del Califato (descontando el lomo de cerdo mechado con bacon y frutos secos, que muy mahometano no será, pero que estaba de vicio), y a unos precios muy razonables en verdad. Un consejo: reservaos para los postres.
Repleta de buena comida y buena charla, redondeé la tarde viendo a algunos amigos y hablando de libros e historias frente a un café vienés en un café irlandés (yo me entiendo). No es una manera muy cordobesa de pasar la tarde, pero visto el poco tiempo que había, pues se hizo lo que se pudo, con muchas promesas de volver con más tiempo y sin cosas de trabajo que obstaculizaran su aprovechamiento. Promesas que, dejo aquí constancia, pienso cumplir.
Total; que a esas alturas y tras el tute del día presente y el día anterior, yo estaba más que un poco dispuesta a adoptar una agradable horizontalidad y posterior inconsciencia. Pero he aquí que me dijo una amiga «Yo es que esta noche voy a ver al Brujo. A lo mejor quedan entradas, ¿por qué no te animas?»
De perdidos, al río, como se suele decir en esos casos: quedaban entradas, y me apunté. Un chaparrón inusitado alegró la noche -hay sequía, toda agua del cielo es bienvenida-, y poco después, temiendo quedarme dormida, ocupaba mi asiento en el Gran Teatro de Córdoba, sin saber muy bien qué iba a ver. «25 años en el escenario» era el título del monólogo, y con semejante título la obra lo mismo podía ser un extracto contable que el Calendario Zaragozano.
El Brujo es un excelente actor de porte severo y noble, con ojos que destilan sabiduría antigua de pícaro viejo del Siglo de Oro o de filósofo griego. Yo esperaba algo serio, dramático, un poco severo y campanudo, un Escorial de las tablas. El escenario (dispuesto con una mesa cubierta por mantel rojo, silla, vela, libro) invitaba a esta imagen. No fue lo que ocurrió.
El Brujo apareció vestido de frac y con una cabellera desaforada de Medusa o de Einstein si Einstein no hubiera ido a la peluquería en seis meses. Su pelo casi totalmente blanco y rizado se esparcía en un aura esponjosa y alta como una nube de la lluvia que no acababa de llegar. Una nube flotante y elástica que rebotaba, oscilaba y seguía todos sus movimientos una fracción de segundo después. Aquello no tenía nada de campanudo, aunque la melena loca era un badajo que marcaba los tiempos de noventa minutos de monólogo divertidísimo.
Los venticinco años en el escenario -ya convertidos en veintisiete y medio contando este espectáculo- se ve que pusieron al Brujo de buen humor, porque le inspiró un monólogo desternillante y ciertamente indescriptible, lleno de imitaciones de acentos, de anécdotas de niñez, y de chistes puros y duros, en el que los clásicos entraban y salían como Pedro por su casa, bien hilados con el habla del pueblo. El teatro se le entregó a los dos minutos y ya no nos soltó. Con una voz que bajaba y subía por el registro con toda la energía de un diablillo, el Brujo tan pronto recitaba a Quevedo con voz plañidera y monocorde, extrañamente inquietante, como pasaba a imitar a borrachos o a Santa Teresa de Jesús en pleno éxtasis místico. Y no crean, tenía relación.
Ovación en pie del público, mutis rápido que nos dejó con su sonrisa pilla de borrachín flotando en escena como un fantasma amistoso, y un buen recuerdo más que añadir a los muchos que acumulé en esta visita relámpago. A ver si no tardo mucho en repetir.