Hoy estaba vagueando y veo un marrónuna mención en Twitter. Esta mención en Twitter:
Alguien debería escribir algo de los aeropuertos como no-lugares. A ver si a @Daurmith se le ocurre algo.
— Josu Gómez (@Eleder_) agosto 9, 2015
Esto ya lo ha hecho otra gente antes y mejor que yo, así que he pensado enseguida que bueno, que vale, que otro rato. Pero no me podía quitar la idea de la cabeza, recordando los aeropuertos en los que he estado.
Yo no los definiría exactamente como no-lugares; eso les asigna un nivel de identidad demasiado concreto: sitios que saben que no lo son, reversos tenebrosos de lugares. Los aeropuertos no llegan a serlo porque intentan demasiado ser un lugar.
Yo los veo como un país: un país como un quesito en porciones, trocitos dispersos por el planeta donde hay reglas comunes, pictogramas comunes, y hasta un estado de ánimo común.
Los ciudadanos de los aeropuertos nos dejamos guiar mansamente por pictogramas y colores predeterminados, y todos hablamos el mismo idioma basado en dos paradojas: prisa y aburrimiento. La gente que está en un aeropuerto se agobia y se aburre a la vez. Buscamos los mensajes clave, el mapa del tesoro que nos permita llegar a la puerta de embarque, pero como con cualquier búsqueda del tesoro hay que vencer obstáculos: el control de seguridad, eterno e imposible en la mente, rápido e irritante en la realidad; navegar por el laberinto de cada aeropuerto (lineales, radiales, abiertos como una flor, angulosos o amontonados) y descifrar el código de su estructura. Todos los ciudadanos de los aeropuertos compartimos idioma, costumbres y objetivo; en cierto modo es el país más armónico del planeta.
Los aeropuertos han entendido fatal a Cavafis: no hacen el camino «largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias». Eso viene luego. Pero antes está el rito previo, la ordalía: el camino a través de aeropuertos es corto pero se hace largo, y son lugares tan temerosos de lo imprevisto que el aburrimiento te posee y te convierte en una criatura desesperada por comprar, por comer, por llenar horas estiradas como chicle en paseos fútiles o en extrañas inmovilidades bovinas.
Si los aeropuertos fueran no-lugares al menos al pasar por ellos quedaríamos definidos por la ausencia de algo y podríamos renacer a la salida. Pero en realidad es un estado transitorio indefinido, blandito, insatisfactorio: una pequeña zombificación amable.
Feliz vuelo.
Pero a veces esperas a alguien con alegría y eso compensa
Mira, precisamente tengo un vuelo mañana. Qué oportuno 🙂 🙂
¡Bonita entrada! Ahora lo veré de forma algo diferente 😀
Muy buena idea la de considerar los aeropuertos como un país repartido a trocitos por el mundo. No se me habría ocurrido, pero cuanto más lo pienso…
Tiene su propia economía: esas tiendas \»libres de impuestos\» donde casi todo es más caro que fuera con impuestos.
Tiene su propia gastronomía, o más bien \»gastroanomia\»: esas cafeterías también carísimas donde nada sabe como debería saber.
Tiene su propio régimen político: una dictadura militar o Estado policial, donde somos súbditos mudos y acobardados, y aceptamos humillaciones y controles que en cualquier Estado de derecho serían abusos de autoridad intolerables.
Pero mejor dejarlo, para no deprimir a los que sois viajeros frecuentes o a los que ahora se van de vacaciones.
Epicureo, tienes más razón que alguien que tenga mucha razón. Así es exactamente como los veo yo. Tranqui, vengo pre-deprimida de esos sitios XD
Extraer la magia de un lugar como los aeropuertos tiene bastante miga. Porque realmente deberían ser mágicos: con todos esos aparatos imposiblemente capaces de levantarse del suelo, y que sin embargo vuelan. Pero no. Son lugares que alienan, y que a la vez reconocemos en cualquier parte. Como un país a trozos, justamente. Gracias por darle forma a semejante cruce de opuestos 😉