red sided garter snakePues, como indicaba en mi anterior entrada, para despejar mi mente de la imagen mental de un lavavajillas paseando por el laboratorio me fui a dar una vuelta. Bueno, hice más que eso: llamé a mi amiga Iovanna y le amenacé de muerte hasta que entre sollozos consintió en venirse a tomar un café conmigo.
El plan era simple: ir a por el café – beberse el café – volver al laboratorio. Pero el día estaba raro, con un aire como de verduras al vapor mezclado con momentos nubosos y rachas de viento fresquito, de tal manera que el interior de la Beanery estaba, por una vez, frío; así que, desdeñando el ratito de tertulia, nos bebimos el café de dos sorbos y volvimos al trabajo por una ruta alternativa, durante la que vimos el paso veloz y borroso de un colibrí.
Mientras hablábamos del metabolismo de los colibríes -por hablar de algo, ya se sabe-, pasamos por detrás de un edificio sobre el que algún día escribiré, llamado Cordley Hall, que me inspira terror porque su interior es el equivalente a un agujero negro, o como el Hotel California, del que puedes entrar pero jamás salir, y ya me estoy yendo por las ramas otra vez. Quería describir lo que vimos en el césped de detrás de Cordley Hall.
Alguien había delimitado una especie de corredorcillo de unos diez metros de largo por apenas treinta centímetros de ancho, por el simple procedimiento de hincar en el césped unos cuantos cartones a guisa de empalizada. Por este canal, un joven rubio se ocupaba en un extraño menester: andando un poco encorvado, avanzaba por entre los cartones como si estuviera escardando malas hierbas, sólo que en lugar de azada estaba usando lo que desde lejos nos pareció una garza de plástico.
Al acercarnos, y comprobar que efectivamente era una garza de plástico, nuestro interés subió varios enteros. A su lado, una joven provista de boli y tablilla anotaba cosas con mucha seriedad, mientras en en la desembocadura del pasillo otra chica esperaba, sentada en una silla, al lado de un alto bidón de plástico blanco.
El pico de una garza es, hay que admitirlo, muy adecuado para pescar, pero poco para escardar las malas hierbas, y me pregunté qué extraño proceso mental habrían seguido estos tres entusiastas jóvenes para embarcarse en lo que a todas luces parecía la más extraña demostración de técnicas agrícolas imaginada hasta la fecha. El misterio quedó, no diré resuelto, pero sí un poco menos incomprensible cuando la chica de la silla se inclinó, hurgó un poco entre los cartones, y extrajo de ellos lo que parecía un trozo de tubo de goma que se retorcía, y que tras un instante identifiqué como una serpiente.
Esto ya era demasiado, y completamos el acercamiento hasta que no hubo duda de que queríamos establecer contacto. El joven rubio se echó la garza al hombro y nos miró con asombro, como si en su mente no cupiera la idea de que alguien pudiera sentir curiosidad por sus menesteres. La chica de la silla le estaba haciendo algo a la serpiente que implicaba el uso de una jeringa, y yo a esas alturas me moría de curiosidad.
El bidón estaba lleno de las serpientes más bonitas que he visto en la vida. Frente a la librea algo chabacana de la serpiente coral, estas serpientes eran de un elegante negro mate, resaltado por una preciosa banda clara desde el cuello a la cola, que en algunas de ellas parecía color vainilla y en otras del más delicado verde menta imaginable. Los costados estaban decorados con cortas bandas de un hermosísimo naranja oscuro a juego con la cabeza, pequeña y de líneas muy aerodinámicas. Nos miraban desde el fondo del bidón, sinuosas, con brillantes ojos negros y expresión apacible, mientras olisqueaban con lenguas bífidas negro charol en la punta y rojo llama en la base. Si hubiera un premio al diseño, se lo llevarían estas serpientes. Me quedé encandilada y proclamé que eran los bichos más atractivos que había visto en la vida.
La chica de la silla pareció apreciar mi entusiasmo y respondió muy amablemente al chaparrón de preguntas que les hicimos, mientras las serpientes bailaban y basculaban grácilmente, luchando por trepar las lisas paredes blancas. Del bidón subía un hedor acre que provenía de una glándula con la que los reptiles comunicaban que no les hacía mucha gracia la situación (hasta ahí llega la agresividad de estos preciosos bichos; si se enfadan, se te huelen encima). No me extraña, por otra parte: la idea del extraño baile de la garza era asustarlas para que reptaran a toda velocidad por el corredor, y una vez en el otro extremo, echando los bofes, se veían recompensadas con un pinchazo y un poco menos de sangre mientras los tres creativos investigadores determinaban si las serpientes estas (Thamnophis sirtalis, se me olvidaba) acumulaban ácido láctico tras un esfuerzo físico, como nosotros. Para los curiosos, la respuesta es sí, lo acumulan.
Nos enteramos de muchas cosas de estos bichos. Aprendimos a sexarlas, a determinar si alguna estaba embarazada (varias lo estaban), qué hacen cuando se enfadan (oler mal), y la asombrosa variedad de tonos que alcanzan sus escamas. Nos quedamos un buen rato admirando a los animalitos y luego nos fuimos, dejando a los tres herpetólogos con su misión de espantar serpientes con una garza de plástico.
Hoy Corvallis está, me lo tendréis que admitir, un pelín raro.