En el Pangea me adoran.
Ya tenía yo una vaga idea de que era este el caso, pero era eso, una vaga idea. Hoy he podido confirmarlo de primera mano, al ir en busca de un sandwich de atún, que ahí están muy ricos (trocean el atún y lo mezclan en una pastita que tiene mahonesa y cebollita, creo, y especias, y trocitos de apio que no me gusta pero que no quedan mal del todo, y luego ponen lechuga cortada en tiritas muy finitas por encima y estabilizan el conjunto con dos lonchas de queso suizo y luego lo ponen entre dos rebanadas de pan constelado de comino y cortan el sandwich en diagonal y comértelo es un problema gordo si no tienes la mandíbula desencajable de una pitón pero eso es otra historia; y de todas formas está muy rico). Total. Que llego al Pangea, y había cola, pero cortita: dos personas delante de mí, una mujer de unos cuarenta años y un hombre de treinta y tantos, y me digo, bien, soportable. En caja, en lugar de la mujer habitual, bajita y con cara de bulldog amistoso, estaba una chica joven, espigada, de ojos verdes, decorada con elementos de bisutería orgánica, o étnica, o energética, o algo así. Así dispuesta la escena, avanza la mujer.
—¿Qué quiere tomar? —pregunta la chica. La mujer toma uno de los menús que hay en el mostrador y lo estudia unos segundos.
—La ensalada César, ¿qué lleva?
—Lechuga Romaine y pechuga de pollo, servido con salsa César especial y tostones —recita la chica, repitiendo punto por punto lo que pone en el menú que la mujer sostiene en la mano.
—Ah. Um. ¿Y el sandwich de pavo? —pregunta la mujer, y tras la respuesta sigue preguntando por los detalles de cada plato del menú, seguramente para comprobar si la chica se los sabe.
Agotadas las posibilidades comestibles, la mujer guarda silencio durante un buen rato, y la chica deja que su mirada verde se pierda en el vacío que visitan sólo los estudiantes de primer año, los maestros zen, y algunos rumiantes.
—Una ensalada de la casa —dice por fin la mujer.
—¿Qué tipo de aliño quiere? —pregunta la chica de inmediato, y adivino que no ha vuelto de la Dimensión Desconocida, es sólo su boca trabajando en automático sin pasar por su cerebro. Ventajas del entrenamiento intensivo de estos sitios.
—¿Qué tienen?
Dejo de prestar atención porque ya me sé los aliños (vinagreta balsámica, rancho, queso azul), y cuando levanto la vista de mi libro cinco minutos más tarde veo a la mujer ofreciendo una tarjeta para pagar. La chica pasa la tarjeta por el lector. No pasa nada. Nuevo pase al natural de la tarjeta. Nueva ausencia de sucesos. Suspiro de la chica, que arrastra su mente desde dondequiera que la tuviera pastando e introduce los números en el teclado. Espera de quince segundos durante los que la chica tamborilea sobre el mostrador con uñas pintadas de Rojo Navajo. Finalmente la maquinita emite un chirrido enfadado e imprime el recibo. Nueva pausa de diez segundos durante los que la mujer busca un bolígrafo en su bolso, sin ver o sin querer ver el bolígrafo que la chica le ha puesto bajo la nariz. Finalmente el recibo es firmado; la mujer se va; la mujer vuelve; la mujer recoge el rectangulito de plástico con el número de su pedido, que se le había olvidado; la mujer se va bis; el hombre ocupa su lugar.
—¿Qué quiere tomar? —pregunta la joven.
—La hamburguesa vegetariana, ¿lleva huevo? —pregunta el hombre, y yo suspiro, me apoyo contra la pared, y me pierdo de nuevo en mi libro. Pero no puedo evitar escuchar la conversación, porque este caballero posee la potencia pulmonar de un almirante que ha descubierto, en mitad de un huracán en el Pacífico, que su segundo de a bordo lleva las polainas mal abrochadas, o ha renegado de la Reina, o algo así.
—¿Son muy grandes las raciones de sopa? —pregunta ahora, en el tono ligeramente ascendente del que teme que la sopa venga sazonada con arsénico.
—Puede pedir un plato o un cuenco —dice la chica, indicando con las manos el tamaño de cada opción. El hombre se frota la barbilla, pensativo. Pasea la mirada por las hileras de botellas de colorines con diversos zumos de frutas y aguas pseudominerales detrás de la nevera con puertas de cristal. Sopesa los pros y los contras con toda la seriedad de un diplomático estudiando un tratado internacional de no agresión. La chica vuelve a sus verdes prados mentales. Yo vuelvo a mi libro.
El hombre por fin se decide y pide una hamburguesa y un plato de sopa, y nuevamente una tarjeta reluce bajo los focos. Afortunadamente esta vez no hace falta introducir números y el recibo hace su irritada aparición apenas medio minuto más tarde. El hombre se va y llega mi turno.
—¿Qué quiere tomar?
—Un sandwich de atún, por favor.
—Tres noventa y cinco.
Le doy cuatro dólares que llevaba listos en la mano, ella me alarga cinco centavos, que recojo a la vez que el rectangulito con el número. Creo ver lágrimas de agradecimiento en sus ojos verdes.
Me adoran, ya os digo.
(Es que hacía tiempo que la Biblioteca no se ponía narrativa)
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