Es un día de invierno frío y brillante como un centro comercial de lujo. Es viernes: día no oficial de ir a medio gas. Mi jefe ha venido en bicicleta. El campus está lleno de alumnos que acarrean mochilas de alta tecnología y pisan charcos con botas de Gore-Tex™. Un trío de jóvenes japoneses en la Beanery ha formado una piña de cabezas morenas para admirar la recién adquirida PDA de uno de ellos. Sus risas y sus exclamaciones en un japonés muy musical forman un contraste curioso con el resto de parroquianos, que beben café o estudian en silencio. Inclinados sobre el rectangulito electrónico, las caras iluminadas por el resplandor azul de la pantalla, son como una encarnación muy hi-tech de las brujas de Macbeth. En una mesa un poco más lejos, una bebé de pocos meses se lanza emocionadísima al pecho que le ofrece su madre y se aplica a la seria tarea de mamar. Un joven leyendo un tomazo de química orgánica mira la escena de reojo y sonríe brevemente para sí.
Una joven guapa me ofrece una estampita de Jesucristo y un pequeño discurso al respecto, que confundo con los otros cientos que a estas alturas se agolpan en mi cerebro. Treinta metros más allá, un joven sonriente me ofrece un folleto sobre el Bhagavad-Gita. El contraste me divierte, y en lugar de reciclar ambas cosas, las dejo juntas y visibles sobre una de las mesitas octogonales de la sala común del Memorial Union. Con suerte, alguien hará un trabajo sobre las dos para su clase de teología.
Leo en el periódico que han atracado una gasolinera en la ciudad. El atracador era un joven con pasamontañas que usó un revólver plateado para amenazar a los empleados; luego metió el botín en una mochila -seguramente de microfibra- y escapó en bicicleta de montaña. Están muy sanos, los atracadores de por aquí. Los empleados admiten ante el periodista que contemplaron con interés y no sin cierto agrado el modo de escape del felón. Cuando se lo comento a Iovanna, que tiene el día un poco despistado, me comenta muy seria que una amiga suya considera que en Bielorrusia hace mucho frío, afirmación que entiendo irrebatible.
De vuelta en el laboratorio, Stephanie me explica por qué lleva hoy pantalones de chándal y no vaqueros, y luego pasa a demostrarme los pasos nuevos que ha aprendido en su clase de claqué. Terminamos hablando de lo caro que es irse de crucero, pero no recuerdo cómo llegamos a ese tema en concreto. Detrás nuestro, Pete pela capa tras capa de cartón de una caja enorme que ha recibido. Al final, el contenido resulta ser una hoja de un plástico especial para una máquina del laboratorio. Mirando el montón de embalaje al lado de la lámina blanca que iba dentro, nos entra un poco de risa floja.
Anna, tailandesa, me soborna con media chocolatina para que le explique algunos puntos que no le han quedado claros de la historia de Aragorn y Arwen, y luego se marcha a un destino ignoto. Pete está hablando de pesca con mosca con un amigo que ha venido a visitarle. Sigue haciendo solete, pero ya oblicuo y entreverado de agua.
La verdad: tal cual va la tarde, no creo que me cunda mucho más.