Yo, en el tren, leyendo. El vagón va casi vacío, menos por dos pasajeros con la misma cara de sueño que llevo encima. Uno de ellos murmura bajito para sí, lo que dice queda ahogado por el estrépito del motor. En una zona menos escandalosa del trayecto se aclara un poco su vida interior.
-Nininienanienooo -está cantando, cobrando brío a medida que la musa le sonríe. Yo sigo leyendo, bloqueando la combinación de motor y tarareo.
-Ay lalalailai, con mi rumbita, con mi rumbitaaaaa -dice él, haciendo el bloqueo más difícil. Obviamente ha dado con una veta en su repertorio.
Valencia se desliza ajedrezada de huerta por las ventanillas; es una mañana de luz acero y calor picajoso, con el mar de un profundo color añil. Pasamos por pueblos en los que no nos detenemos, con fachadas multicolores cuyos azulejos destellan a nuestro paso; un gato nos mira insolente desde un murete de hormigón.
-La gente decía que no te daba dinero, y es que todo el dinero que te daba me lo gastaba en tiiiii, ¡huh! ¡Qué bonita la canción! -sigue el cantante, erguido en el asiento y con la expresión animada. Ahora mismo se le oye en todo el vagón y parte del siguiente. Yo hago como que no me entero, pero llevo cinco minutos leyendo la misma frase. Me cuesta no tamborilear en la portada a ritmo con el artista, que se ha levantado y canta con mucho sentimiento:
-Ay lalalalaila, ¡ele qué bonito! Con lo que yo te quierooooo.
Estamos en Fuente de San Luis y nuestro hilo musical particular -joven, alto, levemente desaliñado, y con combinado mochila/bolsa de lona- ya está levantado y está muy atento e ilusionado mirando por la ventanilla de la puerta. Ya ha decidido que lo que el mundo necesita es más música, de modo que ha pasado por unas cuantas piezas del repertorio, y ahora empieza a acompañarse con palmas y solos de batería sobre diferentes partes del vagón. No tiene mala voz.
-Y si yo te doy la lunaaaaaaaaaanananahananainaina -el crescendo es tremendo, y no sin cierta calidad. Buen control de respiración y vibrato, con convicción, terminado en un estremecedor solo de percusión para palmas y tren que debe haber alcanzado el 7.0 en la escala Richter. Instintivamente me parapeto un poco más tras el libro mientras el solista aprovecha la inevitable parada de antes de llegar a la estación para interpretar un medley algo confuso pero muy vibrante de sus canciones favoritas, con variaciones rítmicas.
Finalmente llegamos a la estación, que tiene el aire algo desganado y a medio gas de todas las estaciones un sábado por la mañana de agosto con la operación retorno todavía a distancia segura.
-Con mi rumbita, me voy pa Franciaaaaaaa, con mi rumbitaaaaaaa -canta él como fin de fiesta, entregándose por completo a su arte y levantando ecos en el vagón, que parece oscilar un poco por efecto de las ondas sonoras. Le doy muchos, muchos metros de ventaja y dejo que desaparezca de mi vida, cantando como un juglar feliz y levemente desquiciado.