Lo vi ayer. Estaba lloviendo a cántaros, y de repente, tras una pausa (como quien dice para tomar aliento), se despejaron las nubes, empezó a asomar luz de día, y de golpe y porrazo, zas, aguacero luminoso. Esto es receta segura de arcoiris en Oregon, así que me asomé a ver.
No había uno, sino dos. La luz llegaba refilada, deslizándose por debajo de un capelo de nubes que cubría la coronilla del cielo y dejaba azul el horizonte, y justo en el borde entre nube y cielo, en lugar de un fleco de algodón gris que era lo que tocaba, había un arcoiris prieto y colorín. Y exactamente a 8 grados de distancia, matizado contra el fondo plomizo de las nubes, otro.
No, no me dediqué a medir la distancia entre los dos arcos concéntricos. Es que he estado leyendo un poco sobre el doble arcoiris. Además, es la excusa perfecta para releer «Destejiendo el arcoiris» de Dawkins. Y enterarse de montones de cosas fabulosas sobre los arcoiris.
Ayer estuve en el centro de dos círculos inmensos, concéntricos, hechos de luz destejida. Dondequiera que estuviera yo, el centro se movía conmigo. Y los arcoiris también. Mi vecino Pablo, que estaba viendo los arcoiris conmigo, se encontraba a la vez a mi lado y dentro de su propio anillo doble de arcoiris. Sólo veíamos los arcos porque el horizonte, la Tierra, se interponía. Y aunque podría parecer que ambos veíamos el mismo arcoiris, cada uno tenía el suyo particular. Cada arcoiris es único para el observador. Míralo desde un coche en marcha y lo que verás son infinitos arcoiris, en secuencia. Da un paso a un lado: ya no es el mismo arcoiris. Pero sigue siendo tuyo: nadie más está viendo ese arcoiris en todo el planeta, porque nadie más está exactamente donde tú estás en ese momento.
¿Newton mató la poesía del arcoiris? ¡Ja! Chúpate esa, Keats.