La culpa de lo de hoy es de @nramalleira, por esto:


Y él va y dice:


(El problema de escribir entradas sobre pingüinos es que acabas muriendo en antropomorfización salvaje, apocalipsis pingüinero o historias evolutivas de la wikipedia; nada en contra de ninguna de esas alternativas, por otra parte, pero a mí es que me gusta fastidiar. Y meterme en líos, véase.)
Los sótanos del Museo de Historia Natural de [TACHADO] son pasillos con aspecto de salas y salas con aspecto de pasillos, pavimentados de linóleo abarquillado y revestidos de viejos muebles expositores de madera junto a espantosos archivadores de metal verde de los sesenta. De vez en cuando alguna vitrina de cristal templado, más moderna, muestra una polvorienta colección de caracoles mal etiquetada o unas bandejas erizadas de insectos sin clasificar. Es la mezcla familiar de cueva del tesoro y compendio macabro de todos los museos, y abrir un cajón puede descubrirte tanto una delicada hilera de cráneos de musarañas como polvorientos pellejos de animales ignotos.
En uno de los cajones hay un objeto que parece una bota vieja: un trozo reseco y descolorido de cuero, cosido en forma de bolsa, al que apenas se adhieren unas plumitas raídas que parecieron formar, en algún momento, una banda blanca y negra. La etiqueta de papel de estraza marrón tiene una leyenda enigmática escrita en pulcra redondilla: Sin identificar. Luchana. 1836.
Cualquier ornitólogo torcerá el gesto al ver el ejemplar.
Sphenscus magellanicus —dirá, ceñudamente—. Pingüino de Magallanes. De Luchana nada.
La etiqueta, pobrecita, no decía más que la verdad: la bolsita fue encontrada en Luchana, tras la batalla, y pasó de mano en mano hasta acabar por no se sabe muy bien qué medios en los sótanos del Museo de Historia natural de [TACHADO]. Fue el final de su larguísimo periplo.
La bolsita fue originalmente una mezcla glutinosa de grasas y proteínas en la yema de un huevo de una pollada de dos. Luego, en un elegante y enrevesado baile bioquímico, pasó a ser parte de un polluelo de pingüino que a diferencia de su hermano sobrevivió al primer año y se convirtió en un adulto joven que pescaba ágilmente en el Pacífico y buscaba pareja en las costas abruptas de Chile. No la encontró nunca: un mordisco de foca y un mal invierno dejaron su cuerpo desinflándose lentamente sobre las rocas, donde lo encontró un hombre, un extranjero llamado Grajales, que atraído por la elegancia del plumaje blanquinegro y por la insaciable curiosidad que lo había llevado hasta la costa pese al día inclemente, lo recogió y se fue, con los zapatos de hebilla resbalando sobre las piedras mojadas.
El cuerpo del pingüino fue torpemente disecado por un marinero del barco en el que había llegado Grajales. Durante el largo periplo fue un ejemplar más de una colección azarosa e improvisada, hecha sin propósito y perdida de igual manera. Durante uno de los muchos reveses sufridos en el viaje se vio que del pingüino no había quedado más que un pellejillo de cuero informe sin valor taxonómico alguno. Grajales se lo regaló a uno de los niños para que jugara; nunca supo a cuál de ellos. El niño, flaco y nervioso, había aprendido a coser durante el viaje para distraerse del mareo y del aburrimiento, y cosió el cuero en la bolsita que ya siempre le acompañaría.
El niño, como el pingüino, no tenía nombre. Se le llamó Expósito por su origen, y Pedro por comodidad; habían puesto a los niños del viaje nombres de apóstoles. El pingüino viajó con Pedro por todo el continente y saltó luego a Europa, en migración póstuma, manchándose del polvo amarillo de los caminos españoles. La bolsita de cuero menguaba y se agrietaba a medida que Pedro crecía, se dejaba bigote y se alistaba en el ejército, dando un nombre que no era el suyo, con la libertad del que no ha tenido nunca nombre. Los anales de la expedición de la que formó parte se referían a él, y a todos sus compañeros, como los niños vacuníferos. Nunca supieron de su apostolado médico ni de los cientos de miles de vidas que salvaron con su linfa.
La historia de Pedro y la del pingüino convergieron por fin en Luchana en 1836, cuando Pedro también pasó a ser un cuerpo tendido sobre las rocas. Al lavarlo para el funeral vieron en su brazo una cicatriz blanca y recta, trazada hacía mucho por una lanceta.