Llevo unos pocos días expuesta a una extraña mezcolanza de ficciones reales y realidades ficticias que me ha dejado un poco descolocada. Hace poco terminé The Thirteenth Tale, una inquietante metanovela cuasigótica sobre el poder de las historias, la complicidad entre historia y narrador, y gemelos. Recientemente además me he releído Monster, un excelente manga que toca los conceptos (tan queridos por los japoneses) de la identidad, el mal, y la destrucción como liberación. Y gemelos. Todo esto lo acompaño escuchando Bohren & Der Club of Gore, un inusitado grupo alemán que toca un estilo de jazz muy lento, siniestro y a la vez extrañamente sereno e hipnótico.
En este un tanto irreal estado de ánimo, me fui a pasear por Valencia un día rutilante de primavera y me encontré con una ciudad fantasma, reluciente y vacía, con todo el mobiliario urbano a mi entera disposición, las fuentes surtiendo para mí, las perspectivas ofreciéndose sólo a mis ojos, las líneas lacónicas de la parte ultramoderna de la ciudad dibujándose contra el cielo terso y levemente amenazador, sin una paloma que lo cruce.
Todo esto me ha fracturado un poco la realidad, el flujo normal de las cosas, y ando dando bandazos por ahí, asustada por haber entrado en este extraño remanso temporal lleno de espejos, pero temerosa de perderlo cuando la vida se restablezca al cien por cien. Y me quedo vagando por un limbo soleado y vacío que huele, dulcemente, a basura en descomposición y al fin del mundo.