Empecemos con una lección en diferencias culturales: a las patatas fritas de toda la vida, esas cortadas en palitos que vienen en cestitas de cartón en las hamburgueserías, en USA se les llama «French Fries». Ya se ha terminado la lección en diferencias culturales. No ha sido para tanto.
Ahora vayamos al Congreso de los Estados Unidos, llamado cariñosamente «La Casa», The House. Esquivemos a varios políticos que van por los pasillos y dirijámonos a la cafetería: aaahhh, buena comida americana. Aquí vienen a relajarse los padres de la patria, a olvidar sus problemas masticando unos cuantos gramos, perdón, onzas, de grasas saturadas y colesterol.
Pero, ¡oh! Repito: ¡oh! ¿Qué es esto? ¡No es posible! Nuestros febriles ojos se posan sobre el menú: «Burger and French Fries». ¿»French»? ¿¿«French»?? ¿¿¿Cómo se atraven estos viles traidores, cobardes de raya amarilla, malvados y canallas franceses que osan oponerse a los designios de George III a asomar sus sucias narices en la descripción del plato más delicado de la cocina patria??? ¡Hasta ahí podríamos llegar! ¡No señor! ¡Esto no se puede consentir!
Menos mal que estaban al quite. Si es que estos americanos son la pera, qué eficacia, qué energía tiene esta joven y dinámica nación. No hay problema que se les resista. Ha sido cosa de un parpadeo, detectar el problema y hallar la solución que el electorado pedía a gritos, a una sola voz, implorantes. De inmediato los gobernantes acudieron a la brecha y se ocuparon del, sin duda, problema más acuciante de estos tiempos que corren.
Así que ahora, las cafeterías del Congreso de los Estados Unidos no sirven French Fries. Sirven… Freedom Fries.
Qué alivio, oiga.