Para alguien con un amor por la lectura que ronda lo patológico, como es mi caso, Borders es lo más cercano al Paraíso que puede existir a este lado del mito.
Sí, sí; es una cadena. Malo, corporativo, caca, aj. Me da igual. Puedes coger el montante uno de esos sábados veraniegos, tontos, cuando el americano bueno está llevando a los niños al parque o comprando acelgas orgánicas y correosas en el mercadillo de al lado del río. Puedes patearte sin prisa las veinte manzanas que dista tu actual residencia de Borders, y al llegar, acalorada y jadeante, puedes ser engullida por el aire acondicionado y el olor interminable, casi atávico, de miles de libros juntos.
Que le den al mundo, piensas. Y recorres los estantes con mirada ávida, casi sensual, buscando autores favoritos y ediciones especiales y gemas desconocidas, insinuantes tras las portadas generalmente chillonas o minimalistas. En Borders nadie te mete prisa. Sólo si vas directamente al mostrador a preguntar, o si adoptas una expresión confusa casi caricaturesca, vendrá algún amable muchacho o muchacha y te preguntará discretamente si puede ayudarte en algo. Para los introvertidos terminales, hay ordenadores a disposición del cliente con acceso a todo el inventario de la tienda.
Así que tienes el día entero para hacer kilómetros sobre la moqueta, saborear los olores, manosear los libros. Hay también CDs, DVDs, accesorios electrónicos, un par de góndolas con revistas. Hay, sí, una cafetería. Por toda la tienda hay diseminados cómodos sillones bajos, con mesitas de cedro rojo al lado, donde puedes sentarte y leer a placer. Nadie te dice nada, en Borders, si sacas un libro de los estantes y te pones tranquilamente a leerlo, cómodamente arrellanada en un sillón. Puedes tomar notas, si quieres. Se venden Moleskines, también.
La cafetería te provee de café -claro-, refrescos, bocadillos, y una tentadora selección de golosinas y parafernalia, desde tazas de diseño a cafeteras exprés. Puedes -de verdad que puedes- llevarte el libro a la cafetería y leerlo allí, en el sillón, la taza de café al lado, música suave sonando por los altavoces de la tienda, interrumpida apenas por una llamada discreta de megafonía pidiendo la presencia de algún dependiente en algún punto de la tienda. El personal no sabe mucho de libros -un punto en contra-, pero sabe consultar el ordenador, y tiene bien aprendido el guión amistoso y solícito de las tiendas de por aquí.
Borders no se interpone entre tú y tu lectura. De modo que puedes emerger al mundo real horas después, bizqueando un poco, pegajosa de aventuras, un bocadillo de tortilla de espinacas ($3.50) entre pecho y espalda, y enfrentarte a la tarde agostada y a la caminata de veinte manzanas que te espera con ánimo ecuánime y el bolsillo muy poco dolorido.
Que conste. He pedido el último de Connie Willis, [{Inside Job http://www.amazon.com/exec/obidos/tg/detail/-/1596060247/qid=1123990341/sr=8-2/ref=pd_bbs_2/103-4037303-1670218?v=glance&s=books&n=507846}]. Y pienso empezarme pronto [{The Hallowed Hunt http://www.amazon.com/exec/obidos/ASIN/0060574623/qid=1123990411/sr=2-1/ref=pd_bbs_b_2_1/103-4037303-1670218}], de Lois McMaster Bujold. Ya que estoy, quizá le pegue un tiento a los ridículamente caros pastiches Holmesianos que han sacado, casi a la vez, [{Caleb Carr http://www.amazon.com/exec/obidos/ASIN/0786715480/qid=1123990457/sr=2-1/ref=pd_bbs_b_2_1/103-4037303-1670218}] y [{Michal Chabon http://www.amazon.com/exec/obidos/ASIN/006076340X/qid=1123990591/sr=2-1/ref=pd_bbs_b_2_1/103-4037303-1670218}]. Son los dos breves y podré con ellos en una sesión.
Los vicios, queridos y queridas, son los vicios. Y Borders es un excelente camello. May it prosper.
Recuerdo (tiempos aquellos, que díría el abuelo Cebolleta) el Borders de Fort Lauderdale, en Florida. Haciendo la mili tuvimos una parada de 9 días con la fragata en marzo de 2001, cortesía de nuestro comandante, para descansar de unas maniobras y de paso presenciar el lanzamiento de un transbordador con material para la estación Alfa desde Cabo Cañaveral (Cape Kennedy, para los patriotas). Visité el Borders cinco veces, extasiado, y me dejé allí el sueldo de un mes en libros, que luego apenas podía meter con calzador en mi camareta (en los barcos militares no hay camarotes, hay camaretas). Sí señora, una gran tienda. No puedo estar más de acuerdo.
No creo que a ningún caco se le ocurriría entrar armado en un Borders y robar dinero o mercancía.
A menos que fuera un ladrón bibliófilo.
-¿Qué buscá? -gritó desde el mostrador. El tipo medía un metro ochenta y estaba despeinado, la camisa le salía debajo de un saco de lana gris raído. El saco no estaba limpio y el hombre se rascaba la oreja.
-El libro de arena, de Borges -contesté negándome a levantar los ojos más allá del revoltijo de cubiertas desteñidas al rayo del sol.
-No.