Me estoy comiendo un plátano.

Bueno, no: me acabo de comer un plátano, tragándome a toda prisa el último trocito de pulpa para poder tener las dos manos libres y escribir que me estoy comiendo un plátano. Lo cual, ahora mismo, es mentira, de ahí la aclaración en la siguiente frase, ¿me siguen?

Es que es viernes. El grado de dejadez mental llega al punto de haber intentado contar los gajos del plátano, pero entre bocado y bocado perdía la cuenta, y mis dientes deformaban la estrellita central y no sabía si había tres o cinco puntas. O quizá ocho (Finobacci, en todo caso). Ahora no sé si comerme una manzana, que tiene cinco gajos pero no se notan a menos que la partas a lo ancho y veas la estrella central con las semillas. En realidad no me la iba a comer por los gajos, sino porque está rica. No sé cuántas variedades de manzanas habrá. La tira, imagino. A mí me gustan unas que se llaman Braeburn. En realidad las empecé a comprar por el nombre, que suena a condado escocés o a nombre de heroína de cuento celta, y luego resultó que además están buenas, eso que me encuentro.

Tengo puesta la tele, por fastidiar, y en el Discovery channel una víbora se acaba de zampar un ratoncito, evidentemente sin masticar. No como yo, que mastico mucho y muy despacito, y cuando voy a comer con gente siempre termino la última. Ahora lo malo es que llevo diez minutos dándole vueltas a la combinación de fruta, víboras y masticación y no se me ocurre nada. Seguro que si estuviera haciendo algo importante, no sé, planchando ropa o yendo al súper o hablando por teléfono, me saldrían las ideas por las orejas. En fin.

Voy a comerme esa manzana de la que hablaba antes. Así al menos os dejo tranquilos.