Me da a mí que todos esos maestros zen, tan serenos y estáticos ellos, lo son porque viven en sitios tirando a fresquitos, las nieves del Himalaya y demás. Porque, francamente, no me los veo filosofando mucho en agosto, en Valencia.
Y eso que ahora servidora está en la mejor de las situaciones para filosofar al estilo zen, porque me hallo temporalmente en otro piso (se avecinan obras, regocijaos: material para entradas), que cuenta con lo mínimo. Mi voz resuena, eclesial, en las habitaciones despejadas, cuando canturreo mientras voy en busca del plato (singular) o busco algo en la mesa (singular). Me apresuro a aclarar que lo eclesial del asunto reside en los ecos, y no en la naturaleza de los canturreos, que luego se me confunde el personal.
Pero vaya, imaginaos la escena: yo andando muy serena por estancias de blancas paredes (con algún agujerillo, señal y cicatriz de viejos cuadros, de huídos estantes) y oscuro suelo (baldosas viejas, pequeñas, mates, algunas de las cuales, sueltas, aportan un gracioso toque de percusión cuando las piso y tropiezo con donaire). El piso lleno de cosas en singular: cama, vaso, plato, tenedor, silla (no, miento, tengo un plural de sillas), jarro, lechuga (nevera de soltera, qué queréis), y mucho, mucho espacio despejado que pide a gritos tatamis y cosas de esas minimalistas. Si el entorno fuera un poco menos burgués y un poco más estilizado una podría imaginarse en uno de esos pisos inhóspitos y ultramodernos de las películas en los que nadie parece que vive de verdad. Yo al menos tiro las pantuflas por ahí.
Pero es la mar de difícil ponerse toda mesurada y ceremoniosa cuando el calor te envuelve como una mortaja algodonosa y empapada en el caldo salado y vegetal del aire de Valencia, que exhala viento ardiente por las mil bocas de lamprea de los aires acondicionados, que irradia calor desde el asfalto, las fachadas, las uralitas, y hasta las señales de tráfico, que irrita la piel y la macera en una salmuera viscosa. Las falsas sombras de las farolas, véase abajo, duelen más porque se cuecen despacito sobre las aceras recalentadas, árboles sólo en silueta y deseo.
Ya me gustaría a mí ver aquí a uno de esos maestros zen, con la túnica destiñéndose despacito sobre las baldosas, intentando mantener la ecuanimidad y la unidad con el Todo mientras se le funde el rosario, ya. Porque hace calor, no sé si lo he dicho.
¿Lechuga? ¿La nevera de solter@ no contenía cosas como un triste tomate mohoso y un bote de mayonesa auto-consciente?
Sí, también. Y media cebolla. Pero es que una es soltera pata negra, faltaría más. Tengo también, y no se lo digas a nadie, un poco de margarina.
A mí el tomate mohoso me persigue, a pesar de vivir en pareja. Será por no haber pasado por la vicaría.
¡Margarina! ¿De aquellas que parecen canteras de arcilla nada más levantar el túpido velo de aluminio protector? Y luego se le pone tapita transparente y se convierte en un pequeño croquis de excavación arqueológica. ¡Ñam!
Me consta toda esa situación… pero mi nevera está vacía, pq no enfría. A ver si se digna el casero a venir a arreglarla o a cambiarla por otra.