Creo que ya sé cuál es el problema del otoño en Corvallis, y es que le faltan nombres para todos los colores que tiene, y le sobran árboles donde lucirlos. Claro que decir que le sobran árboles es como decir que a Miguel Ángel le sobraban pinceles cuando pintaba la Capilla Sixtina.

No sé los nombres. Pero de tanto ir al laboratorio me sé la personalidad de la miríada de árboles diferentes que hay por las calles y la manera que tienen de dejarse vencer en otoño. He visto árboles cuyas hojas aparecen un día ribeteadas de un violento carmín mientras su centro sigue siendo de un tierno verde mentolado. Otros árboles se ruborizan de fuera a dentro, empezando por las puntas de las ramas, hasta que uno de sus lados se enciende en rosa mientras el otro queda apenas jaspeado de rubor entre el esmeralda que todavía recubre las ramas. Hay árboles que viran a un tono de oro viejo contra el que los troncos plateados de textura sedosa parecen armiño. Hay calles enteras bordeadas de ginkgos, que viran de un verde limpio a un amarillo cremoso e increíble en lo que parecen segundos, y luego pierden todas las hojas a la vez, que caen blandas como nubes contra el asfalto gris, y se apilan como monedas de oro de un cuento de Las Mil y una Noches. Entre los troncos robustos de los castaños se ven arbolillos más jóvenes que enrojecen de forma desigual, y mientras unos siguen siendo de jade, otros han adquirido un rojo tan rico e intenso que los tallos de las hojas desaparecen por contraste y es como si alrededor del tronco esbelto se hubiera reunido un centenar de mariposas hechizadas, formadas con la luz del crepúsculo. Otros árboles, sin embargo, se vuelven piel, con hojas púrpuras por un lado y de un rosa extraordinario por el otro, cada hoja una mejilla o un labio resaltado contra el dorado del árbol de detrás o el suave marrón quebradizo, como hojaldre, del árbol de delante, o el verde oscuro y gélido de los pinos de enfrente, apenas entibiado por el rojo caldera de los altísimos troncos ahusados.

Ante este panorama, lo raro es que llegue intacta al laboratorio, sin haberme desnarigado contra el suelo por no mirar por dónde pisaba…

¿Veis? Yo que no quería meterme en berenjenales líricos… El problema es que sois todos demasiado majos y cuando me miráis con esos ojazos y (en el caso de michino) con los bigotillos temblorosos y la cabecita ladeada, no me puedo resistir y me pongo a contar cursiladas. En fin, ensañaos. Si es que en el fondo soy un pedazo de pan.