Era sábado, un sábado con parches de sol como pausas publicitarias entre la programación monotemática de lluvia y penumbra. Coincidiendo con una de estas pausas, sonó en la puerta trasera una llamada ligera, tímida, como el redoble fúnebre de una procesión de ratones.
Flaca suele llamar maullando, así que fui a abrir, intrigada.
No era Flaca, aunque por el tamaño casi lo parecía. Era una dulce abuelita, vestida con un chándal de colores lisérgicos, bajita y frágil tras las gafas de gruesos cristales. Yo la conocía de vista, vive en el complejo de apartamentos y a veces se la ve entrando y saliendo de su flamante Lexus verde metalizado.
-Hola -me dijo-, no quiero molestar, pero ¿es usted la que alquila los apartamentos?
Le dije que no molestaba aunque quisiera, y que no, yo no era, y que si preguntaba por la joven pareja que se encarga de administrar las peticiones de futuros inquilinos y de las mil y una chapucillas que los residentes requieren, vivían en la puerta 10, aquí al lado justo. Ella no perdió la sonrisa. De hecho su expresión cambió tan poquito que no sé si entendió lo que le dije, porque acto seguido pasó a explicarme que se había dejado las llaves dentro y no podía entrar a su apartamento, y que por eso quería que alguien le abriera la puerta.
Le aseguré que entendía su problema pero que no estaba en mi mano solucionarlo, y que en todo caso debía hablar con Dawn y Bryan, aquí al lado, apartamento 10, no tiene más que dar la vuelta y entrar por la puerta de la fachada norte -sí, norte, qué pasa, aquí nos sabemos los puntos cardinales al dedillo-. Ella siguió sonriendo.
-Mire -dije al fin, en traducción libre-, qué porras, pase y le abro yo la otra puerta que da al rellano y ahí mismo tiene la puerta al apartamento 10, sin tener que hacer maniobras complicadas ni andar tanto.
No sé si entendió mis palabras pero mi gesto invitándola a pasar fue bastante explícito -aunque inusitado en un estadounidense-. Me siguió a pasitos cortos, disculpándose todo el rato por molestar, hasta que le abrí la puerta y le señalé la entrada al apartamento 10. Se sabe por el número 10 que, en grandes caracteres de estaño, adornaba la hoja.
-Ese es el apartamento 10 -dije, por si acaso, remachando mis palabras con un dedo bien apuntado al número-, y ahí viven los encargados. Ellos le abrirán su apartamento.
Me dio las gracias la abuelita con mucho gracejo y allá que se fue, a enfrentarse a su destino, o lo que fuera. Yo volví a mis labores.
Al cabo de cosa de un cuarto de hora, volvieron a llamar a la puerta trasera. Fui a abrir, y sí, era la dulce abuelita, con la misma sonrisa, el mismo chándal cegador, las mismas gafas de gruesos cristales.
-Hola -me dijo-, no quiero molestar, pero ¿es este el apartamento 10?
Toma ya dejà vu, pensé, mientras la abuelita me explicaba con calma que se había dejado las llaves dentro y no podía entrar a su apartamento, y que por eso quería que alguien le abriera la puerta.
Le aseguré que entendía su problema pero que no estaba en mi mano solucionarlo, y que si preg[RECURSIVITY LOOP ABORTED. PLEASE RESTART]

Le expliqué de nuevo la diferencia entre el apartamento 11 (el mío, donde no había encargados), y el 10 (el de Dawn y Bryan, los encargados, lleno de llaves maestras para abrir apartamentos inaccesibles), le dije que si quería podía volver a intentar llamar a la puerta del apartamento 10 pasando a través del mío, le ofrecí esperar en el mío si Dawn y Bryan no estaban en casa, y finalicé con el mismo gesto con que le había invitado a pasar antes. Ella sonreía, impertérrita.
-¿Entonces al 10 se entra por el otro lado? -me preguntó. Le dije que sí, y le volví a indicar el camino, y ella desapareció a pasitos cortos, tras darme muy amablemente las gracias, tan ajena y sonriente como antes.
No hubo tercera llamada. Y la verdad, no sé si eso me alegra o no.