Entro en una tienda; el dueño, Toni, es amiguete y nos ponemos a charlar un rato. A mi lado y frente al mostrador, un perfecto desconocido. Hasta ahí una situación social normal, ¿verdad? Uno charla un momento con el dueño, y deja el paso a un cliente tras una conversación razonablemente breve. De hecho, uno procura no mirar demasiado al extraño, no entrar en su espacio psicológico, esas cosas. Uno hace su compra y se va.
Pues bien, una hora más tarde los tres seguíamos hablando a todo trapo. Mis bolsas de la compra estaban olvidadas a mis pies, con los yogures condensando lentamente la humedad ambiente y la lechuga pochándose.
¿Y este ataque de sociabilidad de dónde viene? ¿Estábamos, acaso, en una peli de Capra? ¿Era un ensayo de una obra de teatro? ¿Invadieron los alienígenas en ese momento, dándonos a todos un tema común de conversación? No, pero casi.
La tienda en cuestión es una tienda de comics. Está cerca de mi casa, y el dueño y yo nos conocemos desde que abrió su primera tienda, todavía más cerca de casa, y cuando todavía estaba distribuyendo comics en las estanterías pasé yo por delante, lancé un aullido de gozo, y le arrebaté de las manos la novela gráfica «Muerte: el alto coste de la vida» casi antes de que supiera que la tenía. Todavía me lo recuerda. Desde entonces le compro los cómics a él, y muchas veces entro a su tienda y no me gasto un céntimo. Nos pasamos el rato tocando aficiones comunes; cómics, evidentemente, y películas, y series de televisión. Autores favoritos, autores odiados, dibujantes, guiones, y esta serie qué tal está, y si ha salido el último Thorgal, y quién entinta ahora a este señor. Son conversaciones animadas y animosas, que se calientan a veces cuando salen a relucir nuestras respectivas filias y fobias. Y en ello estábamos, encantados de la vida, con este chico al lado un poco de comparsa.
Y esto es algo que sólo me pasa en las tiendas de cómics; en determinado punto de la conversación, me volví a él y le pregunté no sé qué con la confianza que mostraría si estuviera hablando con un compañero de instituto de toda la vida, o algo así. Y él respondió con la misma extraña falta de reticencia social, entrando en la conversación como si lleváramos en ella una semana. Que prácticamente es lo que nos hubiera llevado la conversación de haber dado rienda suelta a todos los temas que tratamos.
Existe una especie de hermandad tácita entre los aficionados al cómic y a otras formas de -aún- subcultura. Nos reconocemos sin necesidad de signos secretos (bueno, la presencia en una tienda de cómics es suficiente signo, la verdad). Sabemos de inmediato que tenemos tema de conversación. Nos lo pasamos bien. Nos abstraemos del mundo a nuestro alrededor mientras nos zambullimos, felices, en retahílas de series favoritas o de momentos estelares o de títulos épicos del mundillo.
El día este que digo, al cabo de hora y media, con los pies doloridos y mi compra hecha un desastre, nos despedimos por fin amigablemente y dejamos que Toni cerrara la tienda.
– Hoy no te compro nada, Toni -dije al salir.
Toni sonrió con su sonrisa torcida, el cigarrillo colgando de una comisura.
– Vale -dijo, indiferente. Ya le había comprado algo, y él lo sabía de sobra. Estas conversaciones son ventas de por sí.
Salimos juntos, este chico y yo. Él cogió su bicicleta y yo acarreé mis bolsas hasta casa. Nos despedimos con una sonrisa tímida y un movimiento de cabeza, con todas las barreras sociales de nuevo en su sitio. No sé su nombre, ni él el mío.
Ni falta que nos hizo. Durante esa hora, nos conocíamos desde siempre.
P.S. Ah, sí. Y la tienda se llama Comics Gotham, está en la calle Ruzafa de Valencia, y es de lo mejorcito que hay. Y no es por hacerle la pelota a Toni, porque no me lee.