En la vida de todo ser humano, llega un momento de hartazgo supremo.
Un momento en que todo lo que se siente es tedio, donde todo lo que se ve es inane. Nada merece la pena, nada vive a la altura de las expectativas; ni siquiera las expectativas viven a la altura de las expectativas. Todo es superficial, hueco y sin sentido. No hay razón alguna para empezar nada, ni para seguir con algo ya empezado. Los cambios sólo traen más y más desidia, y no es posible siquiera reunir la energía suficiente para que la rabia nos saque del marasmo gris y pegajoso en que hemos caído. La indiferencia se adueña de nosotros y repetimos mecánicamente los mismos gestos esperando encontrar en ellos alguna sorpresa agradable que nunca llega. Una niebla insonorizada nos rodea y no atendemos a las cosas que en otro momento hubieran aliviado el círculo de hierro que nos aprieta las sienes. Todo sonido es estridente; todo color, hiriente y mal combinado. Toda palabra que se escucha es estúpida o insultante o busca alimentarse de nuestros peores instintos.
Cuando se llega a este punto, sólo hay un remedio, una salida, un rayito de esperanza, en el que sin embargo no creemos. Un rito que hay que llevar a cabo, aun sin estar seguros de que nos traerá alivio.
Hay que dejar de hacer [/zapping/] y apagar el televisor.
Mano de santo, oiga.
(60 canales y nada que ver en ninguno, ¿hay quien dé más?)