El verdadero horrorCasi la piso.
Esta arañita color caramelo que aquí ven estaba enzarzada, o eso me pareció a primera vista, con una mosca. Aparté el pie justo a tiempo para no aplastar a ambos, y me agaché para mirar mejor; siempre me ha gustado ver a una araña cazadora en acción.
Pero claro, mi pie había desbaratado un poco el encuentro. La araña se había quedado quieta sobre el pavimento, moviendo meditativamente un pedipalpo, y la avispa -pues la presunta víctima se trataba de una avispilla negra de abdomen rojo, nerviosa y rápida- se alejaba corriendo como si el susto la hubiera dejado demasiado baldada para volar.
Me extrañó que la araña no se largara también; son bichos generalmente tímidos que no se ponen a filosofar, en mitad de una acera frecuentada y a pleno sol, sobre lo dura que es la vida del arácnido. Más me extrañó que los movimientos circulares del pedipalpo se hicieran más y más lentos, y finalmente cesaran. Y la avispilla, reluciendo al sol como un trocito de charol alado, seguía correteando por los alrededores. En ese momentó sumé dos y dos, y toda la escena se volvió del revés como un calcetín.
La avispita era, casi seguro, un icneumónido, y no era la presa en este pequeño drama, sino el depredador. Mi pie no había impedido que el aguijón de la avispa paralizara a la araña, pero sí que se la llevara a rastras hasta una madriguera (probablemente un agujero excavado en la tierra, en alguno de los parterres de rododendros del campus), donde serviría de despensa de carne fresca para una larva. Una especie de Alien entomológico, a cámara lenta.
Me quedé quieta, esperando con un resto de estúpido sentimentalismo antropomorfo que la araña sólo estuviera enfurruñada por haber perdido la cena. Pero no. Estaba ahí como la ven, posando para la foto, sin mover ya pedipalpo alguno. Dediqué mi atención entonces a su verdugo, que estaba en esos momentos llevando a cabo una especie de danza consistente en carreras cortas y espasmódicas alternadas con vuelos rasantes. Tras cada vuelo se posaba, daba unas carreritas y unas cuantas vueltas sobre sí misma, y despegaba en una dirección distinta. Tenía toda la pinta de estar buscando a la araña, pero a la vez parecía también que no le preocupaba mucho encontrarla. Dio tres vueltas completas alrededor de su paralizada víctima, describiendo un óvalo irregular y bastante poco eficiente a su alrededor. Quizá mi presencia la despistaba. La cuestión es que durante unos buenos cinco minutos de reloj no dio con la araña, aunque pasó a pocos centímetros de ella en un par de ocasiones. Si el sistema nervioso de la araña hubiera dado para más en cuanto a sensaciones físicas y angustia existencial, la escena era como para dar escalofríos a Hitchcock: la víctima, paralizada e impotente, sabiendo que si la encuentran será arrastrada, indefensa, hasta un agujero en el suelo, donde su destino será ser devorada viva, lentamente, por una larva alojada en sus entrañas…
No sé si la encontró, porque no pude quedarme más tiempo; la avispa había elegido mal sitio donde procurarse su particular guardería-con-buffet-incluído, porque pasaron lo menos cuatro o cinco personas (que, todo hay que decirlo, no movieron ni una ceja al verme acuclillada y absorta mirando al parecer una araña muerta), y no era plan de acampar allí. Quizá si me hubiera quedado diez minutos más el cerebro insectoide de la avispa hubiera por fin dado con la orientación correcta para encontrar a la araña, y yo hubiera visto el final del pequeño drama. Pero no podía quedarme, y aunque lamenté no poder hacer una foto del cazador arrastrando a su presa, al menos me alejé con la sensación de haber visto algo más interesante que cualquier documental de la 2, más aterrador que cualquier película de Amenábar, y más fascinante que cualquier idea de ciencia ficción. Y sin tele.