Para decir que algo combina bien, nosotros decimos «como pan y chocolate». Aquí se dice «como mantequilla de cacahuete y mermelada». Lo cual asusta un poco, pero es sólo por el shock cultural. En serio. Todo es acostumbrarse. Bueno, yo no me he acostumbrado, pero todo es acostumbrarse. Es un clásico. Es una merienda aprobada por los padres: tiene proteínas y vitaminas a troche y moche. Y más cosas, pero esas no cuentan tanto por todas las otras proteínas y vitaminas, que se ve que compensan o algo. Es uno de esos misterios.
Pero es demasiado dulce. Todo aquí es demasiado dulce, toda la repostería, me refiero. Te deja la boca pegajosa y con sabor a canela confitada, y eso a mí me cansa enseguida. Afortunadamente siempre hay agua a mano. Helada, pero a mano, y toda la que quieras. Recuerdo el vasito de agua que te servían en los Helados Italianos de la Avenida Antiguo Reino de Valencia. Te lo servían en una pequeña bandeja ovalada, de metal. Era para contrarrestar la sed que te entra después de comer dulces. Pero tras el gusto del helado, el agua entraba en la boca tibia y con sabor a cal y a cloro. Y siempre había poca: siempre te quedabas con ganas de más, aunque fuera ese liquidillo templado y rasposo. Aun así, me encantaba cuando me traían la bandejita brillante con el vasito. También me encanta cuando te dan el cuadradito de chocolate amargo en una de esas nuevas cafeterías que siempre están decoradas en madera roja, travertino, y focos halógenos. Eso ahí en España. Aquí las decoran en materias naturales y perfuman el aire con tal mezcla de velas aromáticas que una se ahoga, y cuando pide un café siente que se está bebiendo la Catedral de Notre Dame.
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