Ayer cené con un matrimonio muy amable, de Texas ellos. Estábamos en la terracita del Big River, un restaurante de los de verdad de Corvallis al que voy poco por razones de cuenta corriente. Nos acompañaban en el yantar unas moscas despistadas y un par de gorriones chiquitines de una especie que no conocía yo, mientras entre bocado y bocado hablábamos de Alaska, estado de las carreteras en, y de camping, ventajas y desventajas del. Mi té helado sabía a grosella; no me gusta la grosella, y tras cada sorbo neutralizaba el sabor con trocitos de pan mojado en aceite de oliva (lujo de gourmet en estas tierras).
A mitad de plato, no sé muy bien cómo, salió el asunto de la clonación. Dijo el marido:
-Yo no es que sea muy religioso, pero todo esto de la clonación, ¿no es un poco como jugar a ser dios?
Si me dieran un dólar por cada vez que me han hecho esa pregunta, o un pariente cercano de la misma, tendría ahora… cincuenta y cuatro dólares. Pero aunque no me dieran ni un céntimo de euro, me encanta que me hagan esa pregunta. Nunca me canso de contestarla. Hice a mi vez un par de preguntas para centrar el tema, con el resultado habitual. Sin culpa por su parte, mi comensal no tenía en absoluto clara la diferencia entre clonación, biotecnología, o técnicas de ADN recombinante. No voy a meterme ahora a explicarlo -quizá en una próxima entrada-, salvo para aclarar, como aclaré anoche, que un clon no es ni más ni menos que un organismo (o un cultivo de tejido, o una célula) genéticamente idéntico a otro, y explicar que el ADN no determina cada mínimo aspecto de un organismo, ni mucho menos, en el caso de un organismo relativamente complejo, de su comportamiento. Puse el ejemplo de los gemelos idénticos (clones sensu stricto, y buena manera de recordar qué es y qué no es un clon), momento en que la parte femenina del matrimonio se puso a hablar de los gemelos hijos de una amiga suya, y de cómo eran tan parecidos, y a la vez tan diferentes, y la cosa no fue a mayores.
El marido siguió mojando pan en aceite, como yo. El pan, delicioso por cierto, estaba hecho con harina de un trigo tan alejado de la especie original a base de manipulaciones genéticas que sería irreconocible para el ancestro del gorrioncillo que en esos momentos miraba esperanzado la mesa en busca de migas, aunque no tan irreconocible para su architatarabuelo de la antigüedad, que fue cuando estas manipulaciones tuvieron lugar. Se podían contar historias semejantes de las patatas en el plato de mi contertulio, el trigo que formaba la pasta de mi plato, los tomates de la ensalada que compartimos, la gallina que puso el huevo que entra en la composición de la misma pasta, o las uvas del vino que se estaba bebiendo la esposa. Todos los vegetales que nos comimos durante esa cena son con seguridad poliploides, es decir, tienen uno o más genomas extra, comparados con la especie silvestre original. Las plantas que decoraban la terracita mostraban las huellas flagrantes de siglos de manipulación genética, con partes hipertrofiadas, esterilidad forzada, o alteraciones estéticas gratuitas. El gorrioncillo que nos miraba con suspicacia desde la valla de madera iba, genéticamente hablando, a la suya, pero no así su pariente cercano el pollo, cuyos restos sabiamente cocinados deleitaban el paladar de nuestros vecinos de mesa.
¿Jugar a ser dios? Hace milenios que no jugamos. Hace milenios que nuestra supervivencia depende de estos «juegos». No jugamos a ser dios. Dios juega a ser nosotros.