KodamaUn comentario de Golan en la historia anterior me ha recordado la maravilla que son las películas de Miyazaki.
Japón es un lugar extraño. Sí, más que Corvallis. No he ido nunca, pero se ven indicios en los productos que aquí hacen furor: manga y anime. El manga son los tebeos, generalmente en blanco y negro y de dibujo normalito tirando a pobre. Se leen de derecha a izquierda, son un lío, y su sentido narrativo es totalmente diferente del que consideramos normal. El anime son las películas y series de animación. Son un exitazo entre la juventud estadounidense. Son la razón por la que muchos chavales de instituto están aprendiendo japonés (ni utilidad en los negocios ni gaitas; lo aprenden porque el anime está en japonés y no hay mucho doblado al inglés. Tomen nota). Son algo tan totalmente ajeno a lo que están acostumbrados que por fuerza tiene que fascinarles. Me fascina a mí, y apenas he rascado la superficie…
Es un mundo vastísimo; hay miles de historias, miles de animaciones, escuelas, rituales, jerga, símbolos. Las historias contadas en el anime son predecibles y a la vez (hasta cierto punto) originales. Muchas veces nos resultan muy extrañas, y muchísimas otras veces son directamente inquietantes, deprimentes o enfermizas, o nos lo parecen. La base la forman la montaña, qué digo, la cordillera, la placa continental, de las series más rápidas, más de consumo, base que sube y se estrecha en algunos anime de gran calidad (Cowboy Bebop, Serial Experiments Lain, quizá Alexander…), y que alcanza su cima en las películas de Miyazaki.
La imagen de esta entrada es de la película Mononoke Hime, «La Princesa Mononoke». Es una leyenda épica, terrorífica a veces, llena de sutileza y de personajes a la vez inquietantes y maravillosos. Esos bichitos blancos son los Kodama, espíritus del bosque, que aparecen en la película. Son muy kawaii («monos» en japonés, cuánto sé), pero a la vez tienen un algo raro, un puntito ajeno, con esos rasgos desiguales y la manera que tienen de hacer castañetear la cabeza.
Mononoke Hime sigue las líneas de las leyendas clásicas. La historia se centra en un joven héroe, el príncipe Ashitaka, que al salvar a su aldea de un gigantesco jabalí endemoniado queda marcado por una maldición que acabará matándole. En un intento de enfrentarse a su destino, Ashitaka viaja hacia el oeste buscando la tierra donde moran los antiguos dioses, que tienen forma de enormes animales. Allí se encuentra con una ciudad dedicada a producir hierro, regentada por Lady Eboshi, una mujer pragmática y sin escrúpulos que busca destruir el bosque para no tener que vivir luchando contra los viejos dioses por el dominio de la tierra. Por otra parte, en el bosque se encuentra San, la Princesa Mononoke, una joven criada por los lobos y que odia a todos los humanos. Ashitaka se encuentra atrapado entre la vida de la ciudad del hierro, donde Lady Eboshi ha montado una sociedad productiva y alegre (salvando de paso a jóvenes prostitutas y cuidando de leprosos) y la vida salvaje y pura del bosque, personalizada por una extraña criatura con cuerpo de ciervo, patas de ave y cara humana. El joven se da cuenta del terrible odio que existe entre los dos mundos y, a la vez que experimenta lo mejor y lo peor de cada uno, es consciente de que la maldición avanza por su cuerpo, de que Lady Eboshi es responsable de ella, de que San está buenísima (se ve que su tipo son las chicas violentas y con ansias homicidas), y de que la ciudad del hierro es un sitio donde la gente lleva una buena vida. Y todo el mundo le presiona para que tome una decisión, elija un bando, luche contra el otro, tome partido.
Como véis la historia es de la materia de la que están hechos los sueños, y al ir viendo la película ves cómo poco a poco todo lo que creías que sabías sobre qué debe pasar en una película de dibujos animados se desdibuja y se recrea bajo la dirección poderosa de Miyazaki, que sabe mostrarte a cada personaje con todas sus luces y sombras, y sabe sobrecogerte y emocionarte y hacerte ver cosas que nunca creíste que podrías ver.
El Oscar de Miyazaki es un Oscar que Miyazaki ciertamente no necesita, pero que merece.