Mi apartamento forma parte de un complejo de apartamentos un tanto caótico que responde (mal) al nombre de Rose Terrace. Es la pesadilla de los carteros, porque tiene tres puntos con buzones, siete números de portal diferentes, veinte apartamentos y un dúplex, seis escaleras, y dos accesos desde dos calles. En una ciudad edificada según el afamado modelo «crucigrama», Rose Terrace destaca por aportar una saludable dosis de confusión al mundillo postal y, por ósmosis, a sus residentes.
Aparte de alguna inundación en el sótano, la vida en Rose Terrace es apacible. No tenemos casera cotilla y el alquiler es tan moderado como adecuadas las condiciones de los apartamentos. De vez en cuando sufrimos alguna inexplicable mejora, como aquel verano en el que a los propietarios les dio por pavimentar el aparcamiento, que estaba, la verdad, bastante apañado. Pero pavimentado fue, sí señor.
Ahora han decidido que la fachada -ni en su mejor momento un dechado de hermosura- necesita un lavado de cara, y han decidido postponer el arreglo de una de las dos secadoras de ropa en favor de un lifting exterior, para lo cual han contratado los servicios de tres vitales jóvenes que, afrontando con valor los rigores del verano corvalliense, llevan un par de meses ya aplicados a la tarea de embellecer nuestra humilde morada. Tarea que parece necesitar de tecnología de la NASA en forma de lijadoras, pulidoras, inyectores de agua a presión, y otros artilugios que, gracias a los buenos oficios de un compresor, zumban, gruñen, carraspean, aúllan y ronronean sin descanso mientras llevan a cabo su importante misión.
A las seis de la mañana.
Entiendo que los estadounidenses son gente trabajadora, y madrugadora para colmo. Y además entiendo que, teniendo tantos juguetitos chulos con los que jugar, quieran jugar con ellos cuanto antes. Pero a las seis de la mañana. Y mi dormitorio en la planta baja. Y ellos lijando ese panel de pared. A las seis de la mañana. A metro setenta de mi oído. Por favor. Y el camión de la basura, que pasa a esas horas, dando marcha atrás con el «BIIP-BIIP-BIIP-BIIP» ensordecedor de los camiones cuando dan marcha atrás. Y la lijadora sonando como una troupe de demonios en la oficina del dentista sádico de La Pequeña Tienda de los Horrores. Y los pintores, alegres y enérgicos (a las seis de la mañana), hablando y riendo a gritos por encima del chirrido de la maquinaria, el sordo retumbar del compresor a lo lejos, los resoplidos de los servos del camión de la basura, y el catapumba plumba palumba de la basura derramándose en el depósito. Las seis de la mañana, por el amor del cielo.
Me tuve que rendir, qué remedio, ante el acoso decibélico, así que me levanté con la mala cara con que se puede levantar alguien muy dormilón a quien despiertan, a las seis de la mañana, con un concierto para cuatro cilindros, tubo de escape, y bajo continuo. Y estaba abriendo el armario para sacar el batín cuando, a dos pasos de mi oreja derecha, se escucha una voz:
«Excuse me, ma’am» (aquí me llaman «ma’am», como en las pelis de marines; hace cierta ilu).
Objetivamente, sé que él estaba fuera y yo en mi cuarto, y que entre nosotros había una pared y una cortina de láminas de plástico. Pero estrictamente hablando, el alegre pintor estaba a dos pasos de mí, y yo recién levantada, con las greñas sobre la cara, y medio cerebro aún en el mundo onírico. Pegué un salto de cincuenta y cinco centímetros, que también debió atisbar el pintor por los entresijos de las lamas, como atisbó mi movimiento hacia el armario. Prudentemente, no me preguntó si me había asustado (son esas preguntas las que luego llevan al forense a escribir bajo el apartado Causa De La Muerte: «Suicidio»). Pero me pidió, con una voz asquerosamente vital y gorjeante, si por favor podía abrir un poco más la ventana de este lado, que no llegaba bien a pintar esa zona de la fachada.
Abrí la ventana de ese lado, lamentando que fuera de las que se abren a manivela y no de las de hoja, de esas que puedes abrir violentamente hacia fuera y aplastar a alguien bajo ellas, como en los dibujos de la Warner. Pero abierta quedó.
«Thank you very much, ma’am», dijo él, odiosamente amable.
«No problem», mentí yo como una bellaca, huyendo hacia el baño, perseguida por la reanudación de las hostilidades en forma del petardeo del compresor, tomando aliento para la siguiente sesión de raspado.
Ah, la paz de Corvallis.