¡Sí! ¡Lunes de nuevo, y nuevo capítulo! Antes de nada, quiero daros las gracias por lo increíblemente amables que habéis sido, aquí y en Twitter y en Facebook, leyendo y comentando el capítulo anterior. Espero poder seguir entreteniéndoos un ratito por semana durante mñbsbsbs… cuatro semanas más, extras aparte.
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El trailer más cutre del mundo.
El Capítulo Primero, en el que Watson va a visitar a Holmes y se encuentra con una doble dosis de deducciones.
Y hoy toca el…
CAPÍTULO SEGUNDO Percibiendo con facilidad mi estado de ánimo, Holmes sonrió.
—Pero veo que mi pequeño juego ha hecho más mal que bien y le ha sumido en la melancolía, querido amigo. Espero que eso no acorte su visita, después de tanto tiempo sin vernos.
—No, en absoluto, Holmes —dije, sacudiéndome de encima la nube que se había cernido sobre mi ánimo—. ¡Al contrario! Ver que sigue usted en forma es un tónico para mí. ¿Está trabajando en algún caso ahora mismo?
—Nada que no pueda esperar —Holmes hizo un gesto de indiferencia hacia los papeles que cubrían el suelo—. Como ve no faltan peticiones. Pero Watson, Watson, ¡qué anodinas, qué insípidas, qué banales peticiones todas ellas! ¿Qué se hizo del genio criminal? Robos, extravíos, los más sórdidos affaires del corazón, casos comunes y corrientes que el más estólido de los agentes de Scotland Yard podría resolver sin moverse del pub. ¡Mire este! —y mi amigo agitó un telegrama ante mis narices—. Una dama que me consulta por el extraño comportamiento de su perro ante su marido. ¿De qué sirve la tan cacareada intuición femenina, si no puede detectar a la amante que su acompañante canino olfatea en el esposo? ¡O este! —el telegrama salió despedido de los largos dedos de Holmes y su mano voló hasta una carta escrita en grueso papel color crema—. Un alemán, un tal Herr Martius con un dominio atroz de nuestro idioma me envía esta carta con matasellos de Ludwigshafen, imagínese, y me explica que sus “intereses de negocios” le impulsan a pedirme que busque a un químico inglés, como si yo fuera una agencia de colocación. ¿Y qué le parece esta nota de Roderick Babbington, pañero de Liverpool, que me pide consejo para encontrar su alianza, perdida hace dos meses durante un viaje a Leeds? ¿O la de esta joven de Glasgow, que quiere saber si su prometido es realmente tan acomodado como dice ser? ¿En qué me he convertido, Watson? ¡De detective consultor a consultor sentimental!
Pese a mi cansancio y mi negro estado de ánimo, no pude evitar una sonrisa ante la dramática expresión que adoptó Holmes durante su perorata.
—Supongo que es lo que se puede esperar tras sus muchos y espectaculares éxitos, amigo mío —dije—. El público le considera más que infalible. ¿No tiene entonces ningún caso que atraiga su interés?
—Mi tiempo ahora está mejor aprovechado en el estudio paleográfico de un manuscrito que me prestaron hace unas semanas. Es decir —se corrigió—, hasta que ha llegado usted con su pequeño problema. Dígame, ¿cómo puedo serle de ayuda, mi querido Watson? ¿Quizá quiera encontrar al dueño del abrigo que ha traído al brazo?
—Debí haber sabido que no podría engañarle durante mucho tiempo, Holmes —repliqué, ensanchando mi sonrisa.
—Ha venido usted con el abrigo al brazo y vuelto del revés, con el forro por fuera, para ocultar que no es el suyo —dijo Holmes amablemente—. Aunque admito que le hubiera sido difícil; este nuevo abrigo parece más largo que el suyo y a la vez de un tono demasiado llamativo como para pasar desapercibido al observador atento.
Fui a levantarme para recuperar la prenda pero Holmes, con un gesto, me conminó a quedarme sentado mientras él se levantaba de un salto y la recogía.
—Veamos —dijo, desplegando el abrigo, examinándolo desde todos los ángulos y finalmente metiendo un brazo por una de las mangas—. Un Ulster con forro de algodón gris y tela del más extraordinario y desafortunado color amarillento que haya visto nunca. Le considero hombre de gusto, Watson; usted jamás se pondría esta prenda. ¡Ah! Interesante. Este abrigo pertenció originalmente a un hombre un poco más alto que yo, y casi igual de delgado. Fue hecho a medida, pero no por un profesional. Sin embargo, en los últimos meses ha sido la posesión de un hombre más bajo y robusto, trabajador en los muelles del East End, sin familia, zurdo, acostumbrado a mascar tabaco y que en los últimos meses sufrió un grave declive en su salud. Vaya, vaya, Watson: este abrigo era de su fallecido paciente.
—Debería estar acostumbrado a sus métodos a estas alturas —dije moviendo la cabeza—, pero siempre consigue usted sorprenderme con algo. Sí, este abrigo perteneció a mi paciente de anoche. Me di cuenta de que el abrigo no era suyo, como usted dice, porque hay signos evidentes en las mangas de que el abrigo se llevó durante bastante tiempo arremangado, para ajustarse a los brazos más cortos de mi paciente. Del mismo modo vi la tensión que casi ha deformado la tela junto a los botones, indicando que se ha llevado abrochado, muy apretado, sobre un pecho más ancho que el del poseedor original.
—¡Brillante, Watson! Impecablemente deducido.
—Gracias, pero confieso que mis deducciones no han llegado más allá. Debí haberme dado cuenta de las salpicaduras de tabaco de mascar en la pechera, pero ¿cómo sabe que el abrigo no fue confeccionado por un prof…? Oh, por supuesto —caí en la cuenta—: no hay etiqueta y la confección es algo deficiente en las costuras más complicadas, como el cuello o la sisa. Pero ¿zurdo?
—Hay restos de una pastilla de tabaco de mascar en el bolsillo izquierdo, y únicamente en el bolsillo izquierdo. No muchos, es verdad, y podrían haber pasado desapercibidos al observador casual —dijo Holmes generosamente—. En cuanto a su condición de solitario: este abrigo no ha sido cepillado ni lavado desde que salió de manos de su poseedor original.
—¿Y sabe que el abrigo era de mi paciente porque ha deducido que he venido directamente desde su casa con él?
—Por eso, y porque el botón del cuello casi no ha sido usado, salvo en los últimos meses. Observe el estado del primer ojal, comparado con el de sus vecinos del pecho: apenas está rozado y no se ha deformado, como los otros, pero tiene signos claros de uso reciente. Su paciente empezó a llevarlo abrochado hasta el cuello pese a que el tiempo ha sido cálido las últimas semanas. La causa sólo puede ser que el declive en su estado general le provocara escalofríos, que aliviaba abrigándose en la medida de lo posible.
—¡Asombroso, Holmes!
—Es un interesante ejercicio —dijo Holmes, contemplando sonriente la prenda, que sostenía con el brazo extendido—, pero no mucho más. Watson, usted no se hubiera desviado de la perspectiva de un baño y una merecida siesta para traerme este abrigo si no hubiera algo más, algo que todavía no me ha contado. Algo que quizá tenga que ver con el hecho de que ha atendido usted a un hombre en el East End, cuando su práctica está muy alejada de esa zona.
—En efecto. Este abrigo ha sido el motivo de un extraordinario incidente esta misma mañana, y me he apresurado a venir a verle para contarle todo el caso y ver qué puede usted sacar en claro.
Holmes dejó el abrigo sobre una silla, se sentó en el sofá frente a mí y, juntando las yemas de los dedos y entrecerrando los ojos, se dispuso a escucharme. Era diferente colaborar con Holmes en uno de sus casos que ser, por así decir, el cliente y por tanto el foco de toda su atención. No pude evitar cierto nerviosismo, sabedor de la impaciencia de mi amigo con los detalles que consideraba innecesarios.
—Mi paciente se llamaba Frank Weir, y trabajaba, como usted dice, en una fábrica de toneles de los muelles. Y efectivamente, no es uno de mis pacientes habituales. Le contaré los hechos en el orden en que ocurrieron.
—Será lo mejor —musitó Holmes, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada contra el respaldo, como si hubiera decidido echarse una siesta. Sin dejarme engañar por su aparente languidez, empecé mi relato.
—Anoche vino un hombre a buscarme a la consulta. Se presentó como George Bull. Me dijo que un gran amigo suyo estaba muy enfermo y que le había rogado que me avisaran: a mí, personalmente. Me extrañó que mi nombre fuera conocido en el East End, pero el hombre parecía sincero, y la descripción de los síntomas de su amigo lo bastante alarmante, de modo que fui con él.
—Mi buen viejo Watson —murmuró Holmes.
—La residencia del paciente estaba en Duckett Street. Sin duda conoce usted la zona, Holmes: calles estrechas de las que se ha enseñoreado la suciedad, fachadas de ladrillo ennegrecidas de hollín a través de cuyas ventanas se atisban retazos de las miserables vidas de sus residentes, entre desconchones y humedades. Los indicios de la decadencia moral de…
—Sí, sí, sí, Watson —Holmes movió impaciente una mano—. Sea tan amable de dejar los embellecimientos literarios para sus publicaciones en el Strand.
—Bien —seguí, algo incómodo—, Bull me llevó a unas habitaciones oscuras en la parte trasera de una de las casas de Duckett Street. Una pensión, en realidad. Allí estaba Frank Weir, en su cama, presa del delirio y ya insensible. Reconocí rápidamente los síntomas de una infección respiratoria que se había generalizado, y aunque hice lo que pude por él durante toda la noche, el resultado fue el que usted ya ha deducido. Murió poco antes del alba.
“Bull estaba esperando fuera y en cuanto supo del fatal desenlace me ayudó a hacer todos los trámites oportunos. En el caso de una muerte natural son pocos y sencillos, de modo que acabamos en poco tiempo. Como usted ha deducido, además, el difunto no tenía familia. Bull se disculpó porque no podía pagarme, y me ofreció el abrigo de Weir como compensación. ‘Sé que al bueno de Frank le hubiera gustado que usted lo tuviera, doctor’, dijo, y aunque intenté negarme Bull fue tan insistente que me fue imposible. Dijo que Weir apreciaba mucho su abrigo, que no podía dejar que me fuera sin dejar una muestra de aprecio por mi consideración… En suma: cedí, pensando que así ahorraríamos tiempo y discursos de agradecimiento.”
—Ese tal George Bull —dijo Holmes—, ¿podría usted describirlo, Watson?
—Un hombre joven, bajo y delgado. Moreno, bastante bien parecido, de piel pálida. Con una cicatriz en la frente que le llegaba al nacimiento del pelo —indiqué la dirección sobre mi propia frente. Holmes asintió.
—Por favor, prosiga.
—Me encaminé hacia Mile End Road para buscar un coche, con el abrigo al brazo. Y en un callejón, dos hombres con la cara tapada y armados con porras me asaltaron y me robaron el dinero y los abrigos: tanto el que llevaba puesto como el que me acababa de entregar George Bull.
Los ojos grises de Holmes, entrecerrados hasta ahora, se abrieron de golpe y su expresión se animó extraordinariamente. Se echó hacia delante en su asiento; su voz adquirió las cadencias secas e intensas que le eran propias cuando un caso despertaba todo su interés.
—Pero no su maletín.
—No, sólo querían el dinero y el abrigo. O más bien los abrigos.
—¿Hablaron ambos?
—Sólo uno de ellos. El otro, el más alto, parecía más nervioso.
—Su paciente, el señor Weir. ¿Diría usted que su descripción se ajusta a las deducciones que he formado sobre él?
—Podría usted haber estado describiendo un retrato suyo, Holmes.
—¿Cuánto tiempo pasó desde que salió usted de casa de Weir hasta que sufrió el asalto?
—No llegaría a diez minutos.
—¿Recuerda algún rasgo de alguno de sus asaltantes? ¿Sus orejas, quizá? ¿O alguna característica notable en su modo de hablar?
—Me temo que todo ocurrió demasiado rápido como para darme cuenta. Uno era alto y fornido, el otro más bajo y delgado. Llevaban gorras y pañuelos, no pude verles la cara.
—Ah, si sólo hubiera estado allí —musitó Holmes fieramente para sí—. ¿Me dice que no le atacaron físicamente?
—Se limitaron a amenazarme. No consideré prudente ni necesario resistirme por un par de chelines y dos abrigos, uno de ellos tan poco atractivo.
—Desde luego. Demuestra usted una admirable sangre fría, Watson. Reconozco al veterano soldado de Maiwand —el halago de Holmes sonó totalmente sincero, algo poco habitual en él—. Pero asegúreme, por favor, que no le maltrataron de ningún modo.
—No, ya se lo he dicho. Después de robarme no tuve más remedio que emprender camino hasta la comisaría más cercana, a donde me dirigí de pésimo humor como puede usted entender, y no había recorrido ni media milla cuando…
—El abrigo amarillo le fue amablemente devuelto —Holmes completó mi frase con excitación apenas contenida—. ¡Extraordinario! ¿Qué forma tomó esta devolución?
—Me lo lanzaron por encima de una tapia de listones. Me apresuré a buscar un acceso al otro lado pero no lo encontré, ni tampoco pude ver a quienquiera que me lo hubiera devuelto. De modo que reanudé mi camino, puse la denuncia correspondiente, y el sargento llamó amablemente a un coche. Iba a ir a mi casa, pero enseguida pensé, dado lo extraño de la situación, que lo mejor sería venir a verle a usted. Debería haberle contado mis aventuras desde el principio, pero no pude resistir la tentación de averiguar si sería capaz de sorprenderle.
—¡Sin duda, Watson! —Holmes echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada—. ¡Y yo que creía haber arruinado su pequeña sorpresa con mi deducción sobre el abrigo! Confieso que este giro en los acontecimientos me ha pillado totalmente desprevenido. Bien jugado, querido amigo, bien jugado: tiene usted nervios de acero y unas inesperadas dotes dramáticas.
Holmes se levantó y volvió a coger el abrigo, examinándolo esta vez con la lente de aumento y toda la atención de la que era capaz. Sabiendo que cualquier intento de conversación no sería más que un estorbo para el detective me acabé mi jerez. Consideré servirme otra copa, pero en ayunas como estaba y tras toda la excitación de la mañana, no hubiera sido sensato beber más.
Afortunadamente la señora Hudson acudió en aquel momento en mi ayuda subiendo un sustancioso desayuno para dos. Holmes, todavía absorto en el examen del abrigo, apenas aceptó una taza de café, mientras que yo devoré con buen apetito los arenques, huevos y tostadas con mermelada. Cuando finalmente me arrellané de nuevo en mi sillón mi mal humor, ya que no mi cansancio, se había esfumado casi por completo.
—Watson —dijo entonces Holmes, y eran las primeras palabras que pronunciaba en más de una hora—, esto son aguas profundas.
—¿Usted cree? Confieso que mi conclusión al respecto es que he sido atacado por los únicos atracadores con buen gusto de Londres.
Holmes no sonrió ante mi débil broma. Agitó el abrigo frente a mí, como si la respuesta estuviera estampada en la tela.
—Este abrigo, Watson. ¿Me permite quedármelo?
—Es todo suyo —dije con un bostezo—. Si consigue encontrar al propietario original, siéntase libre de devolvérselo con mis bendiciones.
—No creo que mis averiguaciones me lleven por ese derrotero —murmuró el detective, dejando el abrigo a su lado y hundiéndose en su sillón con el ceño fruncido.
No era difícil darse cuenta de que Holmes había dado con alguna línea deductiva que requería toda su atención. Acostumbrado a los bruscos cambios de humor de mi amigo holgazaneé algunos minutos más en el sillón, calentándome los pies al fuego, y finalmente me levanté y me despedí de Holmes.
—Que tenga usted muy buen día, Watson —dijo distraídamente el detective a modo de respuesta—. Vuelva esta noche, si puede, y le contaré si he averiguado algo respecto a su caso.
Y así despedido, como uno de tantos clientes que pasan por Baker Street, emprendí el regreso a casa, sin imaginar en ningún momento que lo que yo creía un caso inocente para capturar la imaginación de Sherlock Holmes se convertiría en una de las situaciones más angustiosas de mi vida.
Ahora entendemos algo más el agotamiento de Watson. ¿Qué pretendían sus atacantes? ¿Conseguirá el pobre doctor descansar un poco? ¿Volverá Holmes alguna vez al estudio paleográfico de su manuscrito? ¿Y por qué los ingleses se empeñan en desayunar arenques? ¡El lunes que viene sabremos más cosas! ¡Aunque no necesariamente estas!
EN EL (¡ya en sus pantallas!) CAPÍTULO TERCERO…
El telegrama — El East End — Watson investiga — Holmes explica — La calma antes de la tormenta.
Jajaja yo también he pensado lo de los arenques XDD Muy interesante esta segunda parte. Qué intríngulis!
Te dije que habría desayuno, te lo dije 😛 ¡Gracias!
100% Doyle 🙂
TREMENDO sonrojo, GRACIAS.
Confieso que me llama mucho más el estilo de escritura que lo que cuenta en sí. Entiéndeme. Por el lado bueno.
Que me gusta como escribes, vaya.
🙂
P.D.: Una lista de deseos mucho más que descriptiva, I assume… 😉
¡Muchas gracias, Antonio! Te entiendo, no te preocupes. Incluso estoy de acuerdo a cachos y todo 😉
Sé que ahora mismo la historia es poco más que una sucesión de deducciones. En los próximos capítulos dará un giro, algo menos canónico, y algo más, un, activo. Victorianamente hablando.
Daurmith, eres enorme.
Ahora me tienes deseoso de que llegue el lunes. ¡Yo!
Como sabes, de Holmes sólo he leído dos novelas, y en inglés… Pero aún así la sensación que transmite tu relato es la misma 😀
Pues *reverencia*, que sé que las tienes recientes. Y nótese que Watson no ha \»ejaculated\» nada ;-PPPPP
Cuando dice \»¡Asombroso, Holmes!\» me imaginé la palabra… xDDDDDD
Estaba ahí, toda implícita ella XDDD
Pero bueno! por fín consigo leer los capítulos atrasados y me encuentro con esta maravilla
Hace siglos que no leo nada de Sherlock Holmes, pero me parece que eres toda una falsificadora del estilo del señor Doyle!!!
Bueno, que me está gustando muchísimo, tanto el estilo, como el suspense. Muchísimas ganas de seguir adentrándome en el misterio y feliz de poder envolverme en el ambiente y los personajes (y los desayunos con arenques!).
Muchísimas gracias por escribir esto y por hacerlo tan bien.
Ostras, ¡muchas gracias a ti por leer y por comentar! Ya se sabe que vivimos de esto como Holmes vivía de retos intelectuales. ¡Espero que te guste el resto de la historia!