Pues todo llega, y como todo llega, llega también el lunes y el último capítulo de La Aventura del Abrigo Amarillo. Hoy lo sabremos todo por fin, y que no nos pase nada. Sobre todo a mí.
Me repito, pero nunca repetiré lo bastante lo mucho que os agradezco los comentarios y lo bien que me lo he pasado gracias a vosotros durante estas semanas. La historia será lo que será, pero las conversaciones asociadas han merecido muchísimo la pena. Moláis y hacéis que merezca la pena publicar cosas. Lo cual puede ser bueno o malo, según… 😉
Mención especial a @ElConde_77: ¡Atento, que va!
Para quienes llegáis ahora a la historia os hago un pequeño resumen, pero a estas alturas recomendaría mejor empezar por el Capítulo Primero, en el que vimos que un Watson bastante hecho polvo va a ver a Holmes, que está en plena forma y lo demuestra sometiendo a su amigo a un bombardeo deductivo. Gracias él sabemos que Watson recibió en curiosas circunstancias un abrigo de color amarillo, que le fue robado y devuelto en cuestión de minutos, incidente que le contó a Holmes en el Capítulo Segundo. Este hecho picó la curiosidad del detective, que se dedicó a investigar, o más bien a enviar a Watson a averiguar más cosas sobre el anterior poseedor del abrigo. En opinión del detective, el abrigo oculta algún secreto importante. Watson, que como se cuenta en el Capítulo Tercero solo quiere dormir, lleva todo el día esperando el prometido mensaje de Holmes respecto a sus progresos en el caso. Cuando tal mensaje no llega, cosa poco habitual en Holmes, Watson decide pasarse por Baker Street y en el Capítulo Cuarto se encuentra las habitaciones destrozadas y a Holmes con evidentes señales de haber estado en una pelea. Los atracadores de Watson buscaban, sin éxito, el famoso abrigo amarillo. Mientras hablan, Holmes cae en la cuenta de algún detalle que le permite resolver el caso y, en su estilo habitual, se niega a explicar nada al pobre Watson mientras no tenga todos los cabos sueltos en la mano. Esto cuesta un mal rato a Watson, que nada más salir de Baker Street es secuestrado y encerrado en un sótano por dos hombres. Afortunadamente, y justo cuando nuestro doctor favorito (o el segundo favorito) va a poner en práctica un plan desesperado que se detalla en el Capítulo Quinto, Holmes y Gregson irrumpen en el sótano, deteniendo a los secuestradores y liberando a Watson. Pero, ¿por qué todo esto? Holmes tiene la respuesta, ¿se la contará a su fiel Watson?
Veámoslo en el…

CAPÍTULO SEXTO

Una vez en la calle respiré ansiosamente el aire frío y limpio, y parpadeé sorprendido cuando me di cuenta de que Baker Street quedaba a apenas media milla. Holmes se dispuso a llamar a un coche, pero le detuve con un gesto.
—No, Holmes, prefiero caminar —dije, notando cómo mi cabeza se despejaba y volvían mis fuerzas—. El aire fresco me hará bien.
Holmes me miró dubitativo pero acabó asintiendo, y emprendimos el camino a paso lento.
—¿Cómo supo dónde estaba? —pregunté al cabo de un par de minutos.
—Fuerza bruta, y esto —dijo Holmes, mostrándome una nota muy arrugada con algunas líneas garrapateadas a lápiz—. El papel es de un pub no muy lejos de aquí, en Huntsworth Mews; Bull tuvo la previsión de rasgar el membrete, pero no contaba con que sería capaz de identificar el papel en sí. Teniendo en cuenta el tiempo que pasó entre que salió usted de Baker Street y yo recibí la nota había un número limitado de sitios donde buscar, pero no tiempo para obtener información más detallada. Recluté de inmediato la ayuda de Gregson y tuvimos la fortuna de acertar al segundo intento.
—Entonces… ¿era una nota de… de rescate? ¿Por mí? —pregunté estúpidamente.
—Querían el secreto del abrigo a cambio de su vida, Watson —la voz de Holmes era baja y clara, pero en ella había una nota soterrada de tensión—. La nota vino junto con su sombrero. Me dieron hasta el alba.
—Creí que… —las palabras de Holmes me hicieron reevaluar los acontecimientos de las últimas horas— Creí que pretendían atacarle a usted.
—Lo hicieron. Sólo que no directamente. Y fue un ataque espantosamente más efectivo que si me hubieran encañonado con un revólver —dijo mi amigo, y fue una de las pocas ocasiones en que oí temblar la voz de Sherlock Holmes—. Watson, le debo mil disculpas; su horrible aventura ha sido enteramente culpa mía.
—No diga…
—No, no, déjeme terminar. Fue una tremenda torpeza por mi parte anunciar a los cuatro vientos en la calle que había resuelto el caso. Bull y su compinche estaban todavía cerca, me oyeron, y actuaron a toda velocidad, con más sangre fría e inteligencia de la que les hubiera otorgado. Si no hubiera revelado mis cartas de modo tan estúpido, usted no hubiera pasado por esta ordalía.
No respondí de inmediato. Holmes siguió hablando, toda su postura tensa.
—No puede usted imaginar mi consternación cuando un golfillo me trajo la nota de Bull conminándome a revelarles el secreto del abrigo bajo la amenaza de no volver a ver a mi viejo amigo —Holmes hizo una pausa, carraspeó—. Podría usted haber muerto por mi inconsciencia, Watson, y yo… jamás me lo hubiera perdonado.
—Nada de eso ha ocurrido —dije a mi vez, más que un poco afectado por la evidente emoción de Holmes—. Estoy perfectamente, Bull y su socio están entre rejas, no tiene usted nada que reprocharse, ¡al contrario! ¡También ha resuelto el caso!
—El caso, sí… —Holmes sonrió a medias—. Es cierto; hasta cierto punto tengo en mis manos todos los hilos menos el nombre del hombre que contrató los servicios de Bull, y estoy seguro de que ese nombre no tardará en llegarnos gracias a mis telegramas y la colaboración de Scotland Yard.
—Entonces, ¿a qué ha venido todo esto? El falso robo del abrigo, el ataque en Baker Street, mi secuestro, ¿todo para qué, Holmes?
—Le puedo decir que no es un asunto de poca monta —habíamos llegado a Baker Street. Holmes sacó su llave y me miró—. ¿Se siente con fuerzas para oír toda la historia?
—Me vendrá bien un descanso antes de volver a casa —reconocí—. Admito estar aún un poco alterado, y creo que alarmaría a mi esposa más que otra cosa presentándome en casa a estas horas. Lo cierto es, además, que preferiría oír toda la historia de sus labios cuanto antes. Creo que tengo una idea general, pero hay cosas que no comprendo aún.
—Le contaré todo lo que pueda —prometió Holmes, abriendo camino. La puerta había sido someramente reparada por el simple procedimiento de atar un cordel a la cerradura reventada, pero la salita estaba en el mismo estado que la tarde anterior. ¿La tarde anterior? La mente juega malas pasadas; me parecía toda una vida.
—No he podido ordenar mucho —se disculpó Holmes—. Entienda que mi atención estaba ocupada por otros temas.
Pese a lo que Holmes estaba diciendo, sí que reparé en algunos cambios: una de las mesitas auxiliares había sido enderezada y en ella se apilaban unos cuantos telegramas. Holmes se lanzó sobre ellos como un halcón, y yo paseé con curiosidad la mirada por unas estanterías que habían escapado al ataque de la tarde pero que ahora aparecían vacías, sus contenidos desparramados por el suelo como si por la salita hubiera pasado un minúsculo pero potente huracán.
Holmes, leyendo los telegramas, emitió un “¡Ja!” de satisfacción, siguió mi mirada, y leyó con facilidad mis pensamientos.
—No busque más culpable que a mí, Watson —dijo con una sonrisa que se le borró casi inmediatamente—. Tras recibir la nota me temo que maltraté bastante mis pobres índices hasta encontrar la información que buscaba. Pero atendamos primero a sus necesidades, amigo mío.
En menos tiempo del que se tarda en decirlo me encontré de nuevo en el sillón que había ocupado unas horas antes. Con la señora Hudson ausente Holmes echó mano de uno de sus pubs favoritos, The Drunken Llama, y consiguió que uno de sus Irregulares nos subiera un refrigerio consistente en pan, jamón, queso, manzanas y sidra, todo lo cual devoré con ganas. Al finalizar, sintiéndome casi humano, me arrellané en el sillón acunando la jarra de sidra entre las manos y di por buenos todos los secuestros del mundo.
Holmes, a mi lado, había mordisqueado apenas un poco de pan y parecía en peor estado que yo, con sus ropas manchadas y las señales de la pelea marcadas en su cara pálida. Sin embargo su expresión ávida no traicionaba cansancio alguno mientras revisaba un par de telegramas, sonriendo para sí.
—Es lo que imaginaba, Watson. ¡Mi caso está completo!
—¿El abrigo? Me cuesta creer, Holmes, que una prenda de ropa haya traído tanta violencia a nuestra puerta.
—No es tanto la prenda en sí como los agentes elegidos para averiguar su secreto. George Bull es un hombre peligroso, Watson: inteligente, rápido de reflejos, y nada reacio a usar la violencia. Su asociado, por cierto, se llama Edward Hart y no es más que músculo de alquiler. Podemos olvidarnos de él. Pero sin George Bull este caso hubiera sido resuelto con mucha menos destrucción de propiedad —Holmes paseó una mirada algo melancólica por los restos de su vivienda y luego me miró de soslayo—, y menos peligro para mis amigos.
Agité una mano.
—Olvide eso, Holmes, se lo ruego. Dígame qué ha averiguado, por favor.
Holmes asintió, apoyando los codos en los brazos del sofá y juntando las yemas de los dedos en la postura que tan familiar me era; con su disfraz y sus heridas el efecto era algo incongruente.
—Ya habíamos determinado que su falso atraco no tenía más objeto que atraer mi atención sobre el abrigo. Claramente alguien quería que Sherlock Holmes, el sabueso, el famoso detective —la expresiva boca de mi amigo se plegó en un gesto sardónico—, averiguara qué tenía de especial. Por tanto, no podía ser un secreto sencillo de desentrañar.
“También sabe usted que hasta que nos despedimos hace unas horas yo estaba totalmente a oscuras respecto a qué secreto podía ocultar el abrigo. Que ocultaba uno es evidente, pero sin tener idea de su naturaleza me encontraba sin indicios sobre por dónde empezar. Y así hubiera seguido, probablemente, si usted no hubiera tenido la amabilidad de curarme la mano.”
—¿La mano?
Holmes alargó la mano que se había herido en la pelea, aún cubierta por un vendaje sucio que me hizo fruncir el ceño.
—Su referencia a mi uso de productos químicos. En sus notas consta que Weir, el anterior poseedor del abrigo, tenía manchas en las manos. Cicatrices, de acuerdo. Quemaduras, muy bien. Callos, por supuesto. Pero, ¿manchas? ¿Trabajando en una fábrica de toneles? Consideré imposible que usted confundiera manchas con quemaduras de alquitrán ardiente; le sé mejor médico que eso, de modo que eso dejaba la posibilidad de que el trabajo anterior de Weir, antes de venir a Londres, estuviera relacionado con productos químicos.
Holmes alargó hacia mí su mano sana.
—Mi propia mano guarda huellas de mis experimentos químicos. Para el observador avezado, son tan reveladoras como si llevara escritos mis experimentos en ella. Verá quemaduras y decoloraciones químicas, pero verá también los restos de tintes. Weir había trabajado en contacto con tintes industriales. Imagino que ya verá la conexión.
—¡El abrigo!
—Exactamente, Watson: el abrigo en sí, un abrigo hecho a mano por alguien no muy ducho en la materia, no contenía un misterio guardado en los botones o las costuras, ni un papel escondido en el forro; nada tan prosaico. El abrigo, o más bien el tinte amarillo que le daba su aspecto francamente espantoso, era el secreto.
“Me he pasado estos últimos días comentando su fealdad cuando debería haberme fijado menos en su estética y más en lo poco habitual del tono. Cuando usted se fue llevé a cabo un sencillo test químico: se trata de un tinte basado en la reacción de diazotación, y uno de un color y resistencia que no se corresponden con nada que se haya desarrollado hasta el momento.
“No sé si es usted consciente de que ahora mismo existen enormes intereses económicos en torno a tintes industriales. Aunque en Inglaterra hemos logrado algunos avances, en mercado, beneficios y número de patentes nos ganan por la mano los franceses, y sobre todo los alemanes, cuyos descubrimientos están revolucionando la industria entera. El secreto de un tinte que nadie haya desarrollado aún puede ser el impulso que necesita el país para convertirse en pionero en esta industria. La naturaleza del tinte del abrigo me reveló de inmediato por dónde empezar a buscar.”
Holmes se levantó y se lanzó a una pila de papeles descuidadamente apilados en un rincón. Tras hurgar en ellos, extrajo un papel color crema que yo recordaba vagamente y lo agitó con aire triunfal.
—¡Lo tenía ante mis narices todo este tiempo! ¿La recuerda? Se la enseñé hace un par de días: la carta de Herr Martius desde Ludwigshafen, que resulta ser uno de los centros de producción de la Badische Anilin und Soda Fabrik, una compañía química alemana que desarrolla, entre otras cosas, tintes. Recuerde que me pedía que buscara a un químico inglés. Le apuesto lo que quiera a que ese químico inglés es alto y delgado, el abrigo le va como un guante, y tiene algún conocido que sabe algo de costura. Quizá el abrigo fue un encargo, o simplemente un regalo para que nuestro químico pudiera probar su nuevo tinte sobre una prenda de ropa.
“El telegrama que acabo de recibir es de la policía alemana, informándome de que un tal Donald Peabody, de profesión químico y que coincide con la descripción del dueño original del abrigo, está actualmente en paradero desconocido. Ese otro telegrama —señaló la mesita— me informa de que Frank Weir figuraba hasta hace unos meses en el registro de trabajadores de la fábrica de la compañía en Ludwigschafen. ¿Lo ve?
—Peabody robó el secreto del tinte amarillo —dije despacio—, con la complicidad seguramente de Weir.
—¡Exactamente! No sé si el tinte fue desarrollado por el propio Peabody, pero en todo caso eligió una ingeniosa manera de sacar la fórmula del tinte de la fábrica: un papel puede ser robado o copiado, y es además la manera obvia de robar un secreto industrial; por eso todos pensaban que el abrigo ocultaba un secreto en vez de ser el secreto en sí mismo. Incluido yo. Pero no era una fórmula, ¡era una muestra disfrazada de un objeto cotidiano! —Holmes estaba prácticamente frotándose las manos de gozo—. Una muestra no es un secreto tan obvio: requiere la intervención de un químico más que competente para identificar y recrear la fórmula. Sin duda Peabody pretendía asegurar su nueva vida haciendo notar que quienquiera que comprara el secreto estaba comprando, también, sus servicios para sintetizar el tinte.
—¿Pero por qué tenía Weir el abrigo de Peabody?
—Ese es un punto que falta por determinar, pero a juzgar por el tiempo que Weir ha tenido el abrigo, mucho me temo que Peabody nunca completó su plan y desapareció de la faz de la tierra poco después de emprender su huída. Es obvio que Peabody nunca le reveló a Weir el secreto del abrigo pero sí que la prenda era importante; Weir se quedó el abrigo sin saber su valor, pero sin atreverse a deshacerse de él.
“Pero alguien, no sé si de la propia compañía de Martius o de una rival, dio con Weir en Londres y reconoció, ya que no el secreto del abrigo, sí su importancia. Para cuando lo hizo Weir ya estaba demasiado enfermo, y la prisa o la imprudencia hizo que nuestro hombre contactara con George Bull. No sé si era consciente del hombre tan peligroso que acababa de introducir en sus planes. Bull, sabiendo únicamente que el abrigo de Weir guardaba un valioso secreto que nadie parecía ser capaz de desentrañar, y habiendo leído mis aventuras en sus relatos del Strand, imaginó que era un misterio digno de mí. De modo que urdió el plan que usted ya conoce, pretendiendo usarme a través de usted para resolver el misterio del abrigo.”
Moviéndose con algo menos de su agilidad habitual, Holmes dejó los telegramas sobre la mesita.
—Una vez determine la identidad de quien haya contratado a George Bull, el resto será trabajo tedioso que puede hacer perfectamente la policía. Mucho me temo que Peabody esté muerto, aunque ahora mismo no me aventuro a decir si por causas naturales o no. Mañana escribiré a Herr Martius y obtendré de él los detalles del caso que faltan, pero el misterio del abrigo amarillo está, por lo que a mí respecta, resuelto.”
Holmes se dejó caer en el sillón y cerró los ojos. Pude ver que estaba empezando a acusar el cansancio de las últimas horas, y por mi parte yo también me sentía letárgico y extrañamente deprimido pese a la feliz resolución de la noche.
—Lo mejor será que duerma aquí esta noche, amigo mío —dijo Holmes sin abrir los ojos—. La puerta no está reparada pero Gregson me ha prometido un agente de guardia toda la noche. Mañana podrá volver a su casa lo bastante descansado como para no alarmar a su esposa. Su antigua habitación está libre.
Empecé a objetar algo, no recuerdo qué, pero mis argumentos murieron a medio camino entre mi cerebro y mis labios y me dejé caer exhausto en mi antigua cama. En apenas unos minutos dormía profundamente.
                                                                                                   

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Desperté casi a media mañana, sintiéndome maravillosamente descansado y con un hambre feroz. Bajé a la salita de excelente humor, pero la escena que allí me esperaba me recordó de inmediato los sucesos de la víspera.
La habitación estaba ordenada: los muebles y cacharros rotos habían desaparecido, y el único cambio notable era un número inusitado de policías. Holmes y Gregson estaban inclinados sobre la mesa que solía recibir nuestros desayunos, examinando los papeles y mapas que la cubrían. Mi amigo había sustituido su ajado disfraz del día anterior por un traje oscuro y su aspecto era tan correcto como siempre, pero su palidez y la manera en que la piel se tensaba sobre sus rasgos huesudos me reveló enseguida que no había dormido nada. El inspector también mostraba indicios de no haber descansado lo suficiente. Un agente uniformado esperaba junto a Gregson con los brazos cargados de papeles, y en el descansillo otro montaba guardia frente a la puerta reventada.
—¡Watson! —Holmes sonrió al verme—. ¿Cómo se encuentra?
—Completamente repuesto —aseguré con sinceridad—. ¿Hay algo de comer? Estoy famélico.
Holmes miró vagamente a su alrededor, como si el propio concepto de comida le resultara extraño, y fue Gregson quien me indicó una cesta de mimbre llena de emparedados, sobre la que me lancé con avidez. Alguien había preparado café con ayuda del mechero Bunsen de Holmes, y así pertrechado con todo lo necesario para afrontar el día me uní con curiosidad a los dos hombres.
—No hemos recibido información nueva sobre Peabody, pero sí sobre Weir, y efectivamente él y Peabody se conocían. Es probable —Holmes señaló un mapa de Alemania extendido sobre la mesa y cubierto de rayas a lápiz— que Peabody eligiera una de estas rutas para huir. Se las proporcionaremos a la policía alemana, aunque no tengo mucha esperanza de que encuentren nada.
—El señor Holmes me ha convencido de que avisemos al Ministerio sobre este asunto —añadió Gregson—, y de que enchironemos a Bull bajo cargo de secuestro, aunque no sé por qué no quiere que añadamos el robo del abrigo.
—Con la acusación de secuestro bastará, Gregson.
—Si usted lo dice, señor Holmes —Gregson se encogió de hombros—. Un robo es un robo, a mi entender, y todo ayuda para tener más tiempo entre rejas a ese indeseable.
—Oh, no se preocupe por eso, inspector —dijo Holmes—. George Bull pasará gran parte de su vida en prisión, de eso estoy seguro. Ahora necesito que saque de aquí a sus muchachos y nos conceda un poco de privacidad para ordenar mi casa. El cerrajero no debería tardar en venir.
—Pero señor Holmes…
—No, no, inspector, insisto. Tendrá usted mucho trabajo con el papeleo de este caso, y no me cabe duda de que pronto recibirá la visita del Comisionado en persona para felicitarle por el arresto realizado.
—¿Usted cree? —Tobias Gregson se puso colorado como un tomate y salió pavoneándose de Baker Street, seguido por los dos agentes. Holmes me dirigió una mirada de soslayo.
—Habrá imaginado que no iba a contar al inspector que tenemos en nuestras manos el que puede ser el secreto de la supremacía británica en la industria del tinte, Watson, al igual que Bull no debe saber la naturaleza del secreto que le encargaron robar.
—Supongo que hablará con Mycroft.
—Le envié un telegrama a primera hora. Imagino que no tardará en enviar a alguien con instrucciones precisas para recoger el abrigo y llevarlo a algún laboratorio con más medios que los míos —Holmes paseó una mirada algo melancólica por su disminuido arsenal químico—. Y con esto, Watson, creo que nuestra labor en esta parte del caso ha terminado. Sólo lamento que haya sido a un coste tan alto para usted.
—Por última vez, Holmes —dije con firmeza—, no quiero que se preocupe más por eso. Afortunadamente no fui herido y gracias a usted todo ha terminado de la mejor manera posible.
Holmes movió la cabeza.
—Se subestima usted, Watson —dijo en voz baja—. Siempre lo ha hecho, y no sería Watson si no lo hiciera, pero a veces…
Dejó morir la frase y volvió su atención a los papeles del caso, una expresión extraña en su rostro marcado. Me terminé mi emparedado, sin saber muy bien qué contestar. Poco después llegó el cerrajero, consiguiendo con su presencia que la vida retomara su curso habitual en Baker Street y facilitándome la decisión de dejar a mi amigo y volver a mi hogar. Pese a los desagradables recuerdos de las últimas horas no encontré difícil reincorporarme a mi rutina habitual. Pero durante los siguientes días me fue difícil quitarme de la cabeza las palabras de Holmes y la expresión de su rostro pálido y agotado, inclinado sobre los papeles que cubrían la mesa.
                                                                                                    
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Poco queda que contar; un escueto telegrama de Mycroft me rogó que no publicara este caso hasta no haber determinado la utilidad del tinte descubierto por Peabody para los intereses económicos de la Corona. Holmes recibió una medalla del Primer Ministro, de la que no me habló hasta que nos volvimos a ver a finales de primavera.
—No creo que salga gran cosa de todo esto, Watson —dijo entonces, volviendo a arrojar descuidadamente la medalla al cajón del que la había sacado—. Ni para ellos ni para nosotros. Fue un problema interesante, pero no he encontrado indicios firmes de intereses ocultos en juego. Aun así, aun así…
—¿Aun así…?
Holmes quedó absorto unos instantes y volvió en sí con un respingo y una sonrisa.
—Nada, amigo mío, nada. Creo que empiezo a chochear, a crear castillos en el aire, a hacer conexiones que no corresponde hacer. ¿Se quedará a comer?
—De mil amores —dije, levantándome—, pero antes debo hacer algunos recados. Volveré en un par de horas.
—Oh, en tal caso, si va a salir, ¿le importaría hacerme un favor?
—Será un placer.
—¿Puede pasarse por la librería de Barnes y recoger unos libros que encargué el otro día? Especialmente uno titulado “Dinámica de un asteroide”.
—¡No le suponía interesado por la astronomía, Holmes!
—No exactamente —de nuevo la expresión de Holmes se volvió remota—. No, no exactamente por la astronomía. Más bien por su autor.
—¿Alguien a quien yo conozca? —pregunté distraído mientras me disponía a salir.
—No, Watson. No creo que usted conozca al profesor James Moriarty.

FIN

¿Fin? Sí, fin. Peeeeeeeeero en breve tendremos algunas cositas más relacionadas con la historia, en este blog, a lo largo de esta semana, porque toda historia necesita un epílogo (es una regla que me acabo de inventar), y porque ya que hice un trailer, ¿por qué no añadir unos extras? ¡A lo largo de esta semana, en el blog, veréis aparecer ¡los extras de La Aventura del Abrigo Amarillo!
Muchísimas gracias a todos.