¡Buenos días y buenos lunes! No me miréis así, tienen al menos una cosa buena: ¡nuevo capítulo! Watson y Holmes hacen algo de trabajo de campo y… Y ahí abajo lo tenéis.
Mil y mil gracias a todos los que habéis leído la historia, y millones más de gracias a los que la habéis comentado, aquí o en Twitter (@Daurmith) o en Facebook. ¡Sois geniales!
A partir de ya la historia se aparta un poco del Canon holmesiano en forma, ya que no en espíritu, y lo hará más en las entregas que quedan. Este capítulo cierra la parte más teórica, por así decir, y el ritmo cambia muy claramente a partir del siguiente.
Para los despistados:
El trailer: porque toda historia necesita un trailer. O no, pero yo hice uno.
El Capítulo Primero: Watson, Holmes, Baker Street, la señora Hudson… ¡Todo lo que un Holmesiano con mono podría desear!
El Capítulo Segundo: Watson trae a la atención de Holmes un abrigo amarillo que parece albergar algún secreto. ¡Incluye arenques!
Y hoy…

CAPÍTULO TERCERO

El cochero que me llevó de vuelta a casa aceptó de buena gana esperar a que subiera a por dinero para pagarle, y pronto recuperé el reconfortante peso de algunas monedas en mi bolsillo. El trabajo que mi ausencia había acumulado en la consulta me llevó a postergar una más que necesitada siesta; durante el resto de la mañana mis pacientes hicieron que el problema que me había llevado a Baker Street desapareciera por completo de mi mente, hasta que recibí un telegrama de Holmes.
URGE DESCRIPCIÓN MANOS WEIR. H.
Suspiré. Las peticiones de Holmes solían ser extrañas e inopinadas, y pocas veces condescendía a explicar las razones que le llevaban hacerlas. Pero aunque mi amigo podía ser extraordinariamente poco considerado con el tiempo de los demás, la experiencia me había enseñado que raras veces actuaba así por capricho.
Describir las manos de Frank Weir con el detalle que sabía que Holmes requeriría estaba más allá de lo que mi memoria podía retener; sería necesario examinar el cuerpo, de modo que me resigné a sacrificar todavía más de mi tiempo por ayudar a mi amigo. En este caso no me costó mucho averiguar qué había sido del cadáver, pero dado que era un hombre sin familia fallecido por causas naturales me encontré con toda clase de obstáculos para conseguir la documentación necesaria. Finalmente, gracias a los contactos que todavía mantenía en el St. Bart’s, pude conseguir el certificado de defunción en el que figuraba el nombre del mortuorio donde habían llevado el cuerpo de Weir, en el Beaumont Hospital del East End.
Telegrafié al hospital indicando mi interés por el cuerpo, y acudí en cuanto el flujo de pacientes se calmó un poco, más o menos a media tarde. A lo largo de la mañana el cielo se había cubierto de unas nubes pesadas como lana sucia, cargadas de agua, que no hacían presagiar nada bueno para el resto del día. Efectivamente, durante el largo trayecto en coche desde mi consulta hasta el East End el cielo se oscureció casi por completo, y mi primera visión del Beaumont Hospital no pudo ser más desoladora y triste.
El nombre de “hospital” no era exactamente correcto; en una zona de Londres tan pobre como el East End no faltaban hospicios y dispensarios donde personal más entregado que equipado hacía lo que podía para aliviar la miseria de los residentes. Beaumont no era más que una clínica que se identificaba como hospital simplemente por razón de su tamaño y por contar con una pequeña sala de operaciones apenas poco mejor provista que el salón de cualquier barbero.
Aun así, encontré los pasillos en orden y las instalaciones escrupulosamente limpias. Un ordenanza me llevó al despacho del doctor Sanders, que estaba a cargo del mortuorio y que me saludó con cordialidad.
—Confieso no entender su interés por este cadáver en concreto, doctor Watson, pero si puede ser de ayuda para los casos del señor Holmes estaré encantado de poder ayudar. Soy un gran admirador de sus relatos en el Strand.
—Es usted muy amable, pero no le puedo prometer que este caso acabe publicado —dije a mi vez—. Seguramente no será nada de interés.
El mortuorio estaba en un sótano alicatado que libraba una batalla desigual contra la humedad del subsuelo. Mi nariz se vio asaltada por el familiar olor a carbólico y alcohol metílico, acompañado en este caso del hedor del barro y las alcantarillas. El doctor Sanders encendió las lámparas de gas, que arrojaron apenas unas llamitas mortecinas, y salió discretamente de la sala.
Weir estaba sobre una de las mesas de piedra, cubierto por una sábana que claramente había cubierto antes otros cadáveres. Era un hombre bajo y fuerte, empequeñecido ahora por la muerte. Sus manos delataban al trabajador manual: callosas, de uñas rotas y ennegrecidas, con la piel manchada y descolorida por alquitrán ardiente y otras sustancias. Sin saber exactamente qué estaba buscando, pero consciente de la importancia que tenían los detalles para Holmes, estudié todo lo que pude las manos del cadáver. Aparte de las manchas y de multitud de pequeñas cicatrices, sin duda ocasionadas por sus años de trabajo manual no hallé en ellas nada reseñable, pero hice un estudio tan minucioso como pude, lamentando no haber tenido la previsión de traer una lente de aumento y quizá una mejor fuente de luz.
Cuando terminé ya había oscurecido; un anochecer adelantado por nubes de tormenta que estaban descargando un espeso aguacero sobre las calles sin pavimentar del East End. Lo más sensato, pensé en ese momento, sería buscar algún pub o incluso un hostal en el que guarecerme hasta que escampara, pero lo melancólico de mi misión, lo miserable de mi entorno y mi propio cansancio me llevaron a adoptar la menos sensata resolución de caminar a buen paso por Mile End Road, en busca de algún coche que se hubiera aventurado a salir con semejante tiempo para que me llevara a casa.
Como resultado, al poco estaba completamente empapado y de pésimo humor, y no ayudó que el coche que tomé se negó en redondo a llevarme de vuelta hasta mi consulta en Paddington.
—Los caballos ya no pueden más, jefe —dijo—. Toda la tarde de acá para allá y ahora el agua y todo el mundo con prisas. Le llevo hasta el Soho si quiere, allí encontrará más coches, pero yo tengo que retirarlos o se pasmarán.
—Lléveme a Baker Street —suspiré—. Supongo que sus caballos aguantarán hasta allí. Le pagaré una guinea extra.
El cochero aceptó a regañadientes. Una nota de la señora Hudson me informó de que se había ausentado unos días para visitar a sus parientes en Aberdeen de modo que subí sin más ceremonia, dejando un reguero de agua en la alfombra. La luz que se colaba por debajo de la puerta me indicó que Holmes estaba en casa; dispuesto a soltar al detective una diatriba sobre la conveniencia de enviar a sus amigos a encargos extraños al otro lado de Londres con semejante tiempo, llamé a la puerta y abrí sin esperar respuesta.
La acogedora salita de Baker Street me pareció un puerto de salvación tras la tarde oscura e inclemente. Durante un instante, pese a mi irritación, me encontré deseando no tener que volver a casa esa noche.
—¿Holmes?
—¡Watson! —Holmes apareció secándose las manos en una toalla. Iba vestido con una raída chaqueta de paño azul y pantalones grises manchados de barro: sin duda uno de sus disfraces—. ¡Me alegro de que haya podido venir! ¿Qué ha averiguado respecto a las manos de Weir?
—Nada inesperado: trabajador manual, múltiples cicatrices antiguas y recientes por el trabajo. Principio de artrosis, nada grave. Quemaduras, todas ellas relativamente recientes, seguramente del alquitrán. Varias decoloraciones y manchas de productos químicos. Podría haber averiguado algo más si me hubiera explicado usted qué quería que buscara exactamente.
—No creí que fuera necesario —dijo Holmes, examinando las notas que le entregué—. Usted conoce mis métodos, amigo mío. No debió serle difícil deducir…
—Holmes —interrumpí—, estoy aterido, cansado, y probablemente a punto de caer enfermo. Llevo todo el día recorriéndome Londres de punta a cabo, he renunciado a volver a mi hogar por contentar a un cochero perezoso, y estoy descuidando a mis pacientes y a mi esposa más de lo que mi conciencia me permite. No tengo ni la inclinación ni el humor para deducir nada más allá de que ha estado usted fuera de Baker Street y que acaba de llegar, igual que yo.
—Ah, Watson, le ruego mil perdones —dijo Holmes, contrito—. Tiene usted razón, por supuesto; le pondré al corriente. Cuando usted se fue me vestí como ve y pasé la mañana en el East End, aprendiendo sobre nuestro difunto amigo Frank Weir.
—¿Weir?
—Sin duda es la clave de todo este asunto. ¿Por qué tenía el abrigo? ¿Quién era exactamente? Su presencia en Londres es conocida desde hace cosa de un año, pero antes de eso he sido incapaz de averiguar dónde estaba o lo que hacía. Es una de las razones por las que le envié el telegrama: las manos de un hombre pueden decir más sobre su vida que cualquier documento oficial.
“Mientras tanto, me dediqué a comprobar una de mis sospechas, es decir, que George Bull no conocía a Weir de nada y su pretendida amistad no fue más que un pretexto para atraerle a usted al East End”.
—¿A mí?
—A usted, e indirectamente, a mí —Holmes parecía satisfecho como el proverbial gato que se ha comido la crema—. George Bull fue quien le atacó. Sin duda buscó a algún otro compinche para reforzar la pantomima. Recuerde que no se llevaron su maletín, un valioso botín para cualquier atracador: fue todo una farsa. El hecho de hacerle protagonista del falso atraco y devolverle luego el abrigo amarillo no fue casual; sabían que sería el tipo de incidente que usted no podría dejar de traer a mi atención. Watson, alguien está muy interesado en averiguar el secreto que guarda su abrigo.
—¿Quiere decir que me utilizaron para despertar su interés?
—Ni más ni menos eso, Watson. No se sienta mal. El método es ingenioso y me reconcilia en cierto modo con la clase criminal londinense. Al menos tienen el buen criterio de leer sus historias en el Strand, y ciertamente consiguieron su objetivo.
—Y a mí me costaron un buen abrigo —renegué. Me era difícil simpatizar con Holmes y su renovada apreciación por el redescubierto ingenio de los criminales locales. Holmes concedió el punto con una sonrisa y una inclinación de cabeza, pero rápidamente se puso serio.
—La pregunta, obviamente, es cuál es el secreto del abrigo. No puede ser algo trivial, o sus atracadores lo hubieran averiguado fácilmente sin más que sustraérselo a un Weir moribundo. Por eso necesitaban traer el abrigo a mi atención.
—¿Y por qué no vinieron a verle directamente?
—Watson, Watson —Holmes movió la cabeza—, si no supiera lo cansado que está pensaría algo poco amable. Es obvio que el secreto de ese abrigo no pertenece legítimamente a quienquiera que lo esté buscando y debe intentar obtenerlo con subterfugios.
“Antes de ir al East End examiné el abrigo de todas las maneras que pude. No tuve ningún éxito: no hay nada oculto en la tela, en el forro, en los bolsillos, en las costuras. Pensé en desmontarlo pieza a pieza, pero ¿y si el secreto tiene que ver con la dirección de la trama, de la urdimbre, el número de botones, la disposición de los bolsillos…? No es trivial, Watson, no es trivial. No es algo tan prosaico como un papel oculto, es sin duda algo más. Algo sutil e ingenioso.”
Los ojos de Holmes brillaban y con sus ropas gastadas y su sonrisa de cimitarra tenía un alarmante aspecto de rufián. Raras veces había visto al detective más animado: sabía bien que niguna situación era más agradable para él que la perspectiva del estímulo intelectual, y esperé, sin mucha esperanza, que su entusiasmo no le llevara a extralimitarse físicamente.
—¿Y tiene usted idea de qué tipo de secreto es?
—Si supiera qué es, sabría dónde buscarlo —dijo Holmes, apretando un puño—, pero no sé suficiente aún, me faltan datos. Mi incursión al East End ha conseguido, aparte de identificar a George Bull como uno de sus atacantes, apenas poco más que corroborar lo que ya sabíamos: que Weir era un hombre solitario que trabajaba en una fábrica de toneles, y que llevaba en Londres poco menos de un año. Sus notas me dicen que seguramente su trabajo anterior no fuera en una fábrica de toneles, pero aparte de eso poco más puedo sacar en claro. ¡No, no es culpa suya! Debería haber ido yo, pero no he dominado aún el arte de estar en dos sitios a la vez —sonrió—. Sherlock Holmes hubiera sido una presencia demasiado reconocible y llamativa en el East End, mientras que el poco recomendable Jake Alcott —indicó su disfraz con un gesto de la mano— hubiera tenido algún problema para acceder al cadáver de Weir.
—Sea lo que sea que oculte el abrigo —comenté—, no esperarán que colabore usted con ellos revelándoles el secreto cuando lo descubra…
—Le agradezco ese “cuando”, Watson —Holmes se inclinó—. Pero no es ni mucho menos seguro que descubra el secreto. Sus atacantes han acudido al Holmes mítico de sus relatos del Strand, no al real y muy falible Holmes que tiene usted delante. De todos modos, es pronto para admitir la derrota. Tengo varias pesquisas en curso que pueden aún dar algún resultado. Oír hablar a Weir me hubiera dado las pistas que necesito, pero es tarde para eso.
“Inútil llorar por la leche derramada, en todo caso. Por el momento yo necesito reflexionar y usted necesita descanso. ¿Qué le parece si nos vemos de nuevo mañana? Le enviaré un mensaje cuando tenga respuesta a algunos telegramas; venga entonces y veremos si hay manera de resolver el misterio de su abrigo.”
Holmes en persona llamó un coche y se aseguró de depositarme en él sano y salvo con una solicitud que parecía querer compensar su anterior indiferencia. A esas alturas del día mi interés por el caso del abrigo había disminuido notablemente, y lo único que deseaba era una buena noche de sueño y poder disfrutar de un día de descanso ininterrumpido.
                                                                                                   
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Esa noche, sin embargo, no descansé apenas: una fiebre incipiente me mantuvo en un duermevela agotador en el que se mezclaban extrañas imágenes. Holmes, vestido con el abrigo amarillo, caminaba por el East End; un Weir pálido e hinchado asomaba por detrás de una tapia de tablones emitiendo balbuceos sin sentido e intentando agarrar a mi amigo, que caminaba demasiado rápido para él. En cierto momento me encontraba en el mortuorio del Beaumont Hospital, de nuevo frente al cadáver de Weir, cuyas manos estaban grotescamente hinchadas. Holmes aparecía de súbito tras de mí y me decía al oído “Debió haberse fijado usted, Watson”, para acto seguido desaparecer por una puertecilla que yo intenté abrir en vano.
Como resultado, desperté de pésimo humor y más agotado todavía que la víspera. Hice lo posible por volcarme en el trabajo, pero a medida que transcurría la mañana me encontré pensando en Holmes. No había enviado ningún telegrama ni mensaje como prometió, cosa nada habitual en él. Imaginé que sus pesquisas no habrían tenido éxito, y no puedo decir que me extrañara. Había llevado el abrigo a Holmes como curiosidad, pero no podía ver en el caso, si es que realmente era un caso, la importancia que Holmes parecía asignarle. Lo único llamativo era el ingenio con que mis atracadores me habían manipulado para hacer llegar el abrigo al detective.
Por mi parte, no podía ver qué secreto podía guardar una prenda de ropa como para atraer hasta tal punto el interés de Holmes. No estaba ligada a una historia más escabrosa que la muerte natural de un hombre. Quizá en alguno de sus innumerables contactos con el mundo del hampa Holmes había recibido información que le permitía realizar una conexión que a mí se me escapaba.
En cualquier caso, el silencio de mi amigo no me preocupó en exceso hasta la tarde, cuando el doctor Jackson, vecino y colega mío desde que me mudé a Paddington, pasó por mi consulta.
—Buenas tardes, Watson —dijo—. Disculpe la intromisión, pero he visto luz y pensé en venir a ver si podía ayudarle en algo.
—¿Ayudarme?
—Ayer no le vi apenas por la consulta; temí que se hubiera puesto enfermo.
—Ah. Es usted muy amable, pero no se trata de nada por el estilo. Tuve que hacer algunos recados.
—Sin embargo no tiene usted buena cara…
—No es más que trabajo acumulado —suspiré—. No parece que vaya a poder ponerme al día con los casos atrasados.
—¿Quiere que le eche una mano? No me costaría mucho. Dos de mis pacientes han anulado sus citas hoy, y no me importa decirle que agradeceré el trabajo.
La amable oferta de Jackson me permitiría tomar una comida caliente y recuperar algunas más que necesarias horas de sueño. Por otro lado también me permitiría ir a Baker Street a averiguar la razón del silencio de Holmes; cuanto más pensaba en ello más curioso me resultaba no haber recibido noticias del detective.
Y aunque no tenía ningún motivo para ello, o al menos ninguno que Holmes hubiera encontrado racional, resolví renunciar de nuevo a mi propia comodidad y me encaminé a Baker Street. Sabiendo ahora como sé lo que allí me esperaba, mi mayor error fue no coger mi revólver.

¿Qué ocurrirá cuando Watson llegue a Baker Street? ¿A qué se debe el silencio de Holmes? ¿Cuál es el secreto que esconde el abrigo amarillo? ¡No te pierdas, lector fiel, los siguientes capítulos de La Aventura del Abrigo Amarillo! ¡Cada lunes en su Biblioteca de Babel!
EN EL (¡no se lo pierda!) CAPÍTULO CUARTO
Lo que espera a Watson en Baker Street — La importancia de los vasos de precipitados — Londres de noche — He dejado solo a Holmes.