¡Y seguimos para bingo! Los interludios me sirven de descanso para cambiar de punto de vista, y para acelerar la acción, que Holmes un poco verborrágico. Así llegamos antes al ¡punto culminante! ¡Tachán! Y tranquilos: no va a haber más hiatos.
Viene de la bla, bla, bla…

***

Absorto como estaba por el relato de Holmes, apenas fui consciente de cuando dejamos el frío pegajoso de la niebla y entramos en la atmósfera cálida y brillante de Simpson’s, repleta de aromas suculentos y del murmullo sedante de las conversaciones de los comensales. El camarero nos sentó en una mesa apartada. Holmes interrumpió su relato lo justo para pedir una cena sustanciosa precedida de un aperitivo. Acababan de traernos sendas copas de Jerez, y cuando Holmes hizo una pausa para beber un trago, no pude evitar interrumpirle.
—Cielo santo, Holmes, lo que me ha descrito es casi increíble. ¿De veras había un rostro? Le confieso que esperaba que me revelara que se trataba de algún juego de luces y sombras, una ilusión óptica como las que se ven a veces en las nubes.
—No, Watson, era realmente un rostro. Quizá empezara como la ilusión que usted dijo, y fuera un fenómeno fortuito, pero se había convertido, o mejor dicho, lo habían convertido, en un rostro sin lugar a dudas.
—¿Cómo está tan seguro? ¿Vio pinceladas en el rostro?
—No; pero no hacían falta. Vamos, Watson, le he dado todas las claves —Holmes dejó la copa y sus largos dedos se desplegaron en una impaciente enumeración—. La ausencia de polvo en el cuadro; la posición del lienzo; el hecho de que Fernville no deje entrar a los sirvientes en esa sala; la mención de los ungüentos.
Llevaba con mi amigo el tiempo suficiente como para poder aplicar sus métodos, y la enumeración de Holmes me hizo vislumbrar algunas partes de su razonamiento.
—Saw manipula el cuadro cuando Fernville le deja solo. Y los ungüentos… ¿algún preparado químico que oscurece el barniz?
—¡Excelente, Watson! Aumentando los miedos del anciano se asegura de que nadie más toque el cuadro, y cuando le dejan solo, Saw dispone de algunos minutos para aplicar el producto a las manchas, haciéndolas más nítidas y dando al rostro un aspecto cada vez más amenazador. Le comenté también que el lienzo mostraba algunos agujeros. Imagine el cuadro, con el fuego de la chimenea tras él. Lo verá claro cuando le diga que esos agujeros estaban sobre todo a la altura de los ojos del rostro.
—Dios mío… Para Fernville debió ser como ver a un demonio despedir el resplandor de las llamas del infierno por los ojos. No me extraña que estuviera tan asustado. Pero, ¿y la ausencia de polvo?
—Saw limpió el marco cuidadosamente. Si hubiera dejado polvo, forzosamente se hubieran visto las huellas de sus manipulaciones, y Fernville todavía está lo bastante lúcido como para darse cuenta de eso.
—Qué treta más repugnante. Asumo que el móvil era estafar tanto del dinero de Fernville como fuera posible, aprovechándose de su superstición y de su conciencia culpable.
—Sin duda. Por eso salí de la casa sin explicar en detalle mis afirmaciones.
—¿Qué quiere decir?
—Tanto Fernville como Smythe se encontraban en un estado de aguda excitación nerviosa. He aprendido que es inútil usar la lógica para librar a alguien de unas nociones que adquirieron sin mediación de la lógica. Yo me proponía atacar con las mismas armas del estafador, y preparar en mi pequeño laboratorio un producto que creara un efecto semejante, para demostrar a Fernville cómo habían estado abusando de su credulidad —mi amigo se detuvo y su rostro se ensombreció—. Ah, Watson, aquello fue un error. Mi afición por lo dramático, mi idea de crear una demostración impactante y espectacular, me traicionaron en esa ocasión. Debí haber previsto lo que ocurriría; debí haber actuado en aquel momento con todos los recursos a mi alcance.
—¿Por qué dice eso, Holmes? ¿Qué ocurrió? —pregunté, alarmado por su tono lúgubre.
—Al día siguiente muy de mañana recibí un telegrama de Lestrade —respondió, y su rostro se ensombreció todavía más—. Fernville había muerto.