¡Allá vamos de nuevo! Sé que ha pasado tiempo y tal, pero son malas fechas, ya se sabe, y además estoy con acceso a internet relativamente limitado.
Viene de la historia anterior, que a su vez viene de la anterior, que tiene su origen en esta otra.
– Desde poco después de nuestro matrimonio, mi tío Amos consintió en alquilarnos parte de su casa de Islington, al menos mientras nuestra situación económica no mejorara. Si le parece raro que un pariente nos cobre alquiler, le diré que nuestro parentesco es lejano, y que de todos modos su carácter nunca fue muy dado a la generosidad. Su casa es amplia, y con los años tío Amos ha ido quedándose sin sirvientes. Con nosotros en ella, conseguía a la vez un pequeño aporte económico y alguien que mantuviera la casa en orden.
– ¿Qué profesión ejercía su tío? -pregunté.
– Anticuario. No se le dio mal en sus tiempos y acabó por reunir una suma respetable antes de retirarse, de la que hace uso muy esporádicamente. Pero ahora sólo compra cosas para su colección particular. Yo no entiendo gran cosa de antigüedades ni de arte, señor Holmes; a mí me parece que las habitaciones de mi tío están repletas de trastos viejos y malolientes, pero él está muy orgulloso de cada pieza, y puede pasarse horas enteras contemplándolas.
«Como todos los viejos, mi tío es presa de muchas manías. Una de ellas es la superstición y el más allá; ha leído todas las obras publicadas al respecto. El mundo de los espíritus es su gran pasión, no sé si por sentir que va a encontrarse pronto en él o por alguna otra causa.
«Hace cosa de un mes, mi tío volvió a casa muy contento, cosa rara en él, y estuvo muy hablador durante la cena. Nos confió haber hecho un gran negocio con la compra de un cuadro que traerían a la mañana siguiente. Era raro en él mostrar tanto entusiasmo por un simple cuadro, pero no le dimos mayor importancia.
«El cuadro llegó, en efecto, a la mañana siguiente. Resultó ser un retrato de un caballero vestido con uniforme de principios de siglo. No me pareció de un gran valor artístico, pero como ya le digo, no entiendo mucho de estas cosas. Para mí, los colores eran apagados y la expresión del caballero algo pasmada, pero mi tío se deshacía en elogios.»
– ¿Recuerda el nombre del pintor?
– No, lo lamento. Sonaba extranjero, es todo lo que puedo decirle. Pero de todos modos resultó que el entusiasmo de mi tío no se debía al cuadro en sí, sino a un curioso fenómeno que manifestaba. Mi tío nos llamó a su estudio y puso el cuadro donde le diera buena luz, pidiéndonos que lo miráramos detenidamente unos momentos.
«Hicimos lo que nos pidió; a la luz se veía que el cuadro estaba mal conservado; el caballero posaba contra un fondo liso, de un color que sólo puedo definir como amarillento, y en este fondo se veían algunas manchas más oscuras, como si algo hubiera manchado el lienzo.
«Bueno, señor Holmes, cuál no sería mi sorpresa cuando vi de pronto que esas manchas más oscuras no eran tales, sino un rostro que asomaba por encima del hombro del retratado. Mi mujer lo vio casi a la vez que yo y no pudo evitar una exclamación de alarma. Mi tío parecía a punto de echarse a reír de pura satisfacción.»
– Disculpe la interrupción, señor Smythe -dije, echándome hacia delante en mi asiento-. ¿Podría describirme en detalle cómo era ese rostro?
-No sabría decirle exactamente, la verdad -dijo mi cliente, frunciendo el ceño-. Era extraño, casi diría inhumano. Se mostraba un poco ladeado y tenía grandes ojos rasgados y una boca grande que formaba una fea mueca. Parecía estar mirándonos directamente, por eso nos sorprendió tanto.
– ¿No es cierto que carecía de pelo?
– ¿Pelo? -repitió Smythe, confuso-. Supongo que… No, no, tiene razón. No tenía pelo.
– Pero sí que tendría unas pobladas cejas.
– Ahora que lo dice, sí, así es; unas cejas pobladas y arqueadas.
– Comprendo. Continúe con su interesantísimo relato, por favor -dije. Smythe me miró un momento con expresión confusa, pero enseguida continuó.
– La satisfacción de mi tío se debía, según nos explicó, precisamente a este segundo rostro. El caballero que le había vendido el cuadro, un tal Xavier Saw, le había dicho que la pintura era un vínculo con el mundo de los espíritus, y que el rostro que se veía era una manifestación del más allá. Mi tío no cabía en sí de gozo, señor Holmes, y colocó el cuadro en un lugar de honor en su estudio donde lo contemplaba a todas horas, para gran disgusto de mi esposa, que consideraba este segundo rostro desagradable en extremo.
«Pocos días después de esto, mi tío empezó a cambiar. Siempre había sido de talante arisco y malhumorado, pero ahora, además de mostrarse mucho más impaciente e irritable, parecía también inquieto. Salía de su estudio para volver a entrar a los pocos minutos, prescindió de su paseo diario, dormía a ratos perdidos y por la noche le oíamos bajar al estudio para subir de nuevo al rato con pasos apresurados, como si quisiera escapar de algo. Perdió el apetito y empezó a adelgazar.
«Mi esposa y yo, preocupados, le insistimos para que viera a un médico, pero se negó. Al día siguiente empezaron las visitas de Saw.»
– El hombre que le vendió el cuadro.
– Así es. Sé que la primera vez fue mi tío quien le invitó a venir, pero luego empezó a visitarnos sin previo aviso, dos y hasta tres veces por semana. Mi tío y él se encerraban en su estudio y pasaban allí horas y horas. No sé qué hacían, pero sé que mi tío empezó a vender algunas de sus antigüedades después de la segunda visita, porque me encargó a mí llevarlas a un marchante. Y aunque solía mostrarse más aliviado tras cada visita de Saw, poco después volvía a mostrar el estado de excitación nerviosa que nos preocupaba.
«Esta situación continuó durante un par de semanas. Al final, tras una noche especialmente mala durante la que tío Amos estuvo a punto de perder la compostura tras la cena, conseguimos que se sincerara, al menos parcialmente, con nosotros. Nos llevó a su estudio -en el que nos dejaba entrar muy raras veces y al que no habíamos vuelto desde la compra del cuadro- y nos mostró de nuevo el retrato.
«Señor Holmes, yo no me asusto fácilmente; pero cuando volví a ver el extraño rostro sentí la sangre helárseme en las venas, y poco faltó para que mi mujer se desmayara. Había cambiado, sin duda alguna. La mueca de la boca se había convertido en una sonrisa colmilluda de demonio, los ojos parecían despedir chispas de odio, y todos sus espantosos rasgos aparecían mucho más concretos y claros, asomando casi en relieve sobre el hombro uniformado del caballero del retrato. Créame cuando le digo que era una visión salida de las mismas simas del infierno.»
Oyendo la vehemente descripción de Smythe, tan cargada de emoción y tan desprovista de datos, me acordé de usted, Watson, y de su gusto por el lirismo cuando pone por escrito alguna de nuestras aventuras. Pero en esta ocasión, y viniendo de un cliente, el dramatismo se interponía en la resolución de un caso que yo ya empezaba, aunque cautamente, a ver claro.
– Señor Smythe -interrumpí, no sin cierta severidad-, las simas del infierno se hallan bien lejos de Islington, se lo garantizo. ¿Está seguro de que el rostro había cambiado realmente, y no de que su recuerdo de su aspecto inicial era erróneo?
– Estoy seguro, señor Holmes -repuso Smythe-. Esa era, precisamente, la causa de la inquietud de mi tío. Al ver cómo el rostro adoptaba un aspecto cada vez más claro y horrible, empezó a temer que había permitido la entrada en su hogar de alguna influencia maligna. Sin dejar de vigilar el cuadro noche y día, terminó llamando a Saw con la esperanza de que el antiguo propietario del cuadro tuviera alguna idea sobre cómo librarse del extraño demonio. La solución obvia, que tanto mi esposa como yo le señalamos en cuanto vimos el rostro demoníaco, es decir, destruir el cuadro, fue acogida con auténtico espanto por mi tío. Según nos dijo, no había mejor manera de dar entrada libre en nuestras vidas a todos los horrores del más allá, y al parecer Saw estaba de acuerdo con él. Por eso Saw se convirtió en visitante habitual de nuestra casa, y por eso pronto mi tío empezó a darle grandes sumas de dinero con las que Saw, presumiblemente, costeaba los rituales necesarios para eliminar la amenaza del cuadro.
«Durante algunos días mi tío se tranquilizó y nos dijo que los cambios del cuadro se habían detenido. Pero hace apenas una semana empezaron de nuevo, peores que antes; pude ver el cuadro, señor Holmes, y me causó una impresión todavía mayor que la segunda vez. Parecía que el rostro había adquirido nuevas tonalidades grises y verdosas que lo hacían todavía más repugnante. Pude ver también que el estudio de mi tío tenía un aspecto desolado y vacío, a causa de todas las piezas que había vendido para costear los gastos que Saw requería. Toda la estancia despedía un tufo casi asfixiante a óleos e inciensos, y había velas y cosas que no pude identificar, pero que no estaban antes allí. Tío Amos estaba irreconocible, demacrado por la inquietud, y de un color casi tan verde como el del cuadro.»
-¿Qué hizo usted entonces? -dije, para animar a seguir a Smythe, que había caído en un silencio reminiscente.
– Intenté hablarle, decirle que se librara del cuadro. No me hizo ningún caso, pese a que mi esposa se unió a mis ruegos; el cuadro le causa una profunda inquietud, y no me importa decirle que a mí también.
«No sabía muy bien lo que hacer; la policía no me haría caso, y mi tío no está dispuesto a atender a razones. Pero un amigo mío me habló de usted, y de que acepta casos extraños si despiertan su interés. Como tenía que venir a la ciudad de todos modos a entregar un manuscrito, pensé en visitarle y contarle mi problema.»
– Ya veo. ¿Y qué espera que haga yo, exactamente? Mis casos no suelen tener que ver con el mundo de los espíritus, señor Smythe.
– A decir verdad, señor Holmes, no lo sé -mi cliente se frotó el mentón en un gesto que delataba nerviosismo-. No sé qué hacer o a quién acudir. Temo que le parezca un caso estúpido, y quizá lo sea, pero mi tío está aterrorizado, y a la vez parece incapaz de hacer nada por remediar la situación, excepto recurrir a la ayuda de Saw, y eso a su vez está agotando su fortuna. Nosotros no podemos convencerle. Se me ocurrió que quizá lo que necesite sea un extraño que le haga ver el peligro y le convenza para que destruya el cuadro.
– ¿No le inquieta que la destrucción del cuadro traiga el horror que temen su tío y Saw? -pregunté.
– No lo sé, señor Holmes. Si se encargara usted del caso, lo pondría todo en sus manos y aceptaría cualquier consejo que quisiera darme. Yo no sé qué pensar al respecto. Necesito su ayuda.
– Señor Smythe, mi trabajo es el de detective consultor, no de exorcista consultor. Confío en que fuera usted consciente de este hecho cuando entró en mis habitaciones.
Hice una pausa, durante la que vi cómo la expresión de Smythe pasaba de la ansiedad a la decepción.
– Sin embargo -continué-, su narración no carece de ciertos puntos de interés, y si me lo permite, me gustaría desplazarme a Islington cuanto antes y ver con mis propios ojos ese curioso cuadro.
– ¡Señor Holmes! No sé cómo agradecerle… Mi esposa y yo… Por supuesto, cuando quiera, inmediatamente…
Parecía dispuesto a seguir con efusiones. Levanté una mano para detenerle, incómodo.
– Por favor, señor Smythe, soy hombre enemigo de palabras inútiles cuando un caso llama a mi puerta. Usted necesita entregar un manuscrito, me ha dicho. Bien, le sugiero que lo haga y que, si puede zanjar sus asuntos, me acompañe en el tren de las cuatro cuarenta y dos a Islington. Yo, mientras tanto, debo comprobar algunas cosas -dije, levantándome para darle a entender que el plan sugerido debía ponerse en acción de inmediato. Smythe se levantó a su vez, me estrechó efusivamente la mano, me aseguró que estaría en la estación a tiempo, y partió con un paso mucho más vivaz que cuando entró en el estudio.
¡El juego empieza! Se me plantea un problema, eso sí: quería dejar la historia abierta a voluntarios, pero es que… ya se me han aclarado las líneas maestras del argumento y la tengo prácticamente construída, así que tengo que luchar con un grave conflicto escribidor. Pero si os aburro, lo decís enseguida y dejo que otros reencaucen la historia por mejores derroteros, que total, esto es para divertirnos.
A continuación vendrá un breve interludio, y la siguiente entrega, ¡muy pronto!
De aburrirme nada, y espero que el interludio no
sea muy largo.
Como dice la canción, ¡no pares, sigue, sigue!
😉
Por cierto, Tripod te ha jugado alguna mala pasada con la imagen. Tembian ha cambiado, como el cuadro 🙂
Por cierto, ¿Islington tiene algo que ver con Belmez? XDD
Ummmm. No voy a soltar mi hipotesis por si es verdad y le chafo el misterio a otro lector.
Es que los enanos somos muuuuu listoooos. A ver Daurmith, porfi, date prisa con la «secuela» que nos dejas en ascuas.
Tienes un punto malévolo, como el cuadro. Nos dejas a media merienda en lo mejor del asunto y de propina nos preguntas si nos aburres. ¡Mujer!
En cuanto puedas, sigue, sigue, sigue… ¡¡Feliz 2005!! 🙂
No te pares ahora!!!
Nos vas a dejar con la intriga… será, como dicen por ahí arriba, algo relacionado con Belmez ? o un inspector de hacienda camuflado en un cuadro ? (cuanto terror me infunde…)
Filin 2005…
Desde luego estoy torpona estos días… Espero que lo de la imagen ya esté arreglado (y si no llamamos a Holmes), y también las carretadas de gazapos que había dejado pasar, no tengo remedio, ay.
El interludio no es un pausa, sino un interludio narrativo. Lo veréis enseguidísima. Y el resto de la historia tampoco tardará tanto.
¡Filís filís!
MMmmm sigue, de veras Daurm!!!!
:))
:))