Con la emoción de saber de Melquiades, se me ha pasado comentar una noticia que no lo es tanto. Ha muerto una mujer de 96 años. Lo cual no es noticia, francamente. Pasa todos los días. Ahora bien: la mujer era Fay Wray, dato que, voilá!, convierte esta muerte en noticia para los que recordamos el nombre de la delicada y gritona rubia a la que el más enternecedor ejemplo de gigantismo simiesco, King Kong, se llevó de escalada urbana Empire State arriba.
Toda una currante, Fay Wray. No dejó de rodar películas hasta 1980, algunas con directores ahora míticos y entonces pobres novatillos. Sesenta y ocho películas desde 1925 hasta 1942, sesenta y ocho, que se dice pronto. Pero todos la recuerdan como la chica de la que se enamora un simio gigante. Hay algo muy poderoso en esa imagen, supongo. Atávico, casi; o sin casi. La rubia y delicada joven y la bestia monstruosa enternecida por un amor tan imposible como ridículo. Los freudianos probablemente se lo pasaron pipa; yo sólo recuerdo la típica imagen de los avioncitos atacando al bicho. La recuerdo con esa mezcla de ternura y vergüenza que provocan las cosas vistas desde la perspectiva de setenta años de películas entre King Kong y Spiderman 2.
Nunca me gustó King Kong. Ni la historia, ni el mito, ni la película, ni el bicho en sí. Jamás tocó ninguna fibra de mi corazoncito, ni me emocionó su impulso de apareamiento con una rubia del tamaño de su pulgar, ni su muerte inevitable aguijoneado por las ametralladoras de esos preciosos avioncitos de mentiras. Menudo cráter debió dejar el animalito; espero que despejaran la calle debajo. Pero Fay Wray, que es para mí el arquetipo de la damisela en apuros, me cae bien, porque en algún lado debe haber una actriz, y bajo ella una mujer, que probablemente tendría más que dar aparte de buen tipo y voz penetrante. Pero la bestia se la comió, pese a -o a causa de- Hollywood, y de ella nos queda sólo esa expresión de espanto y ese gesto de teatral rechazo cuando es arrebatada por una mano peluda y algo apolillada. Un bosquejo de personaje, un boceto apenas, dos trazos y una mancha que llenan un molde que nunca fue muy profundo.
Mi saludo a Fay Wray, víctima eterna. Quedan aquí los restos de la merienda de King Kong: un camisón de seda, unas pestañas postizas, y un leve olor anticuado a maquillaje en polvo y carmín. Lo triste es que nadie notará la diferencia.
Habitualmente tienes tantos admiradores que no vale la pena dejar una opinión chorras. Pero este post me gustó (como casi todos los que escribes) y, al ver que estaba virgen, no me pude resistir.
UN SALUDO ALGO MOVIDO