Edimburgo es una ciudad a la vez simpática y campanuda, un poco ajada, un mucho llena de muertos en cementerios magníficamente ruinosos y calles cuesta arriba todo el rato (sí, sí, todo el rato: a la ida y a la vuelta). Escocia, aparte de ser conocida por gaitas, tartanes y demás elementos folklórico-tópicos que grapamos alegremente a todos los pueblos que no son nosotros, es conocida también por no ser el lugar más soleado y optimista de la tierra, y aun así se las apaña para tener varias cosas que se llevaron por completo mi corazón.
Edimburgo tiene una montaña en mitad de la ciudad; una montaña intocable porque es de la Reina, que supongo la querrá para algo, aunque tiene pocos usos aparte del de ofrecer unas vistas sensacionales. Edimburgo tiene también tres edificios, tres, que fueron, o se suponía que iban a ser, la sede del muy deseado pero también bastante tambaleante Parlamento Escocés; al final acabó asentando sus reales en un cuarto edificio, nuevo, reluciente, y espantoso, por cuyo gasto todos los escoceses con quienes hablé se hacen cruces. Edimburgo tiene calles enterradas en el subsuelo, parte de las cuales se han convertido en una atracción turística fenomenal por lo siniestra. Espiras góticas y neogóticas negras de hollín se alzan como (¿lo digo? Va, lo digo) huesos calcinados contra el cielo acolchado de orondas nubes plateadas.
Edimburgo es una cuatricromía del negro del hollín, el gris del cielo, el verde del musgo, y el hermoso color miel de la piedra de los edificios que no sucumbieron a la mortaja industrial. No es una ciudad para relajarse en la primera visita, porque tiene tanto, pero tanto para ver, que se corre grave riesgo de colapso por el conocido síndrome de «vamos a ver sólo una callecita más».
Las iglesias de la ciudad vieja de Edimburgo han muerto por falta de feligreses, emigrados a las áreas más cómodas de la ciudad nueva y el extrarradio. Sólo sobrevive su catedral, ahora mismo en mitad de una draconiana restauración; el resto se ha reconvertido en centros sociales, centros turísticos, y centros de todos los otros menesteres que ahora ocupan las calles adoquinadas y vertiginosas.
Edimburgo tiene un monumento al espíritu nacional escocés consistente en una hilera de columnas… griegas. La idea inicial era hacer un algo tipo Partenón (más typical Scottish aún, como ven), pero se bebieron el presupuesto; lo cual, si se piensa bien (y como admiten con encantador desparpajo los escoceses) es un excelente monumento al espíritu nacional escocés.
El Castillo de Edimburgo, encaramado en la rompiente de un glaciar (ventajas de que te enseñe la ciudad un geólogo, rabia rabiña), es un enorme conglomerado de edificaciones, capillas, torretas, castilletes, patios, y barbacanas defensivas, cuidadosamente momificadas para los turistas, a quienes se machaca por activa y por pasiva con la corona de Escocia (que se puede ver, por cierto, en el castillo, y que tiene pinta de pesar más que el fudge) y los sospechosos habituales, ya saben, María de Escocia, su hijo, y Sir Walter Scott. Cuyo monumento es una de esas agujas neogóticas negras de las que hablaba antes.
Edimburgo tiene la tienda de fósiles de Mr. Wood (¡hola, Paleofreak!), una excelente Camera Obscura (mucho más interesante de lo que parece), una leyenda canina local, y un bellísimo puente de mediados del XIX que cruza el Firth y que parece una hilera de dinosaurios vadeando el mar.
De todo esto podemos deducir, sin equivocarnos, que me encantó Edimburgo. Es una ciudad un poco desventada, un poco apuntalada por el turismo, pero con mucha personalidad y perfectamente manejable para el turista novato.
Las fotos, próximamente en Flickr, y que no os pase ná.