Disculpas por la foto, está hecha con el móvil. Este viaje no me he traído la Nikon.Hoy he vuelto a comer en La Esquinita Latina, protagonista de la última entrada. Un poco por ver qué tal segundas partes, ya sabéis. Y antes de que se me olvide, está en la C/ Ferreras de Las Palmas de Gran Canaria, y es un local pequeñito y sin pretensiones, con manteles de plástico estampado y menú escrito en pizarra blanca. Pero veréis por qué he vuelto.

Nada más sentarme ha aparecido el cocinero del otro día.

-Usted es la valenciana de la otra vez, ¿verdad?
Admito serlo, y él sonríe.
-¿Le gustó el arroz? -pregunta, retóricamente, porque sabe de sobra que me gustó. No obstante, repito que me gustó mucho.
-¿Le apetece cambiar de arroz hoy?
-¿Qué tenemos? -pregunto, intrigada.
-Hoy de plato único tenemos un arrocito cubano, ¿lo ha probado?
-Pues no.
-Es un arroz con habichuelas negras y una carnita picada muy rica.
-Pues adelante -digo, encantada por el uso de «carnita».
-Viene con su alioli y su pan y cola o cervecita, lo que prefiera.

Cuando pregunto si es posible que sea agua sin más, el cocinero arruga un poco el gesto, dolido porque alguien quiera acompañar un arrocito cubano con agua.

-¿Le traigo un zumito de mango? Natural, ya verá qué bueno.

El mango y yo no nos llevamos bien, pero en zumo no suelo ponerle pegas. Acepto, y menos de un minuto después el cocinero vuelve casi a la carrera y me pone delante un vaso largo lleno de zumo, con un cubito de hielo, y se espera hasta que doy un sorbo.

-Muy bueno -admito.

-¡No esperará que le pongamos nada malo! -bromea él, guiñando un ojo, y acto seguido desaparece.

Mientras espero, una mujer se ha puesto a hablar por el teléfono público que tengo justo al lado, y la conversación se desarrolla a grito pelado y con un súbito despliegue de llanto histérico la mar de entretenido. El cocinero reaparece, dirigiendo miradas asesinas a la espalda de la mujer, y me aparta un poco la mesa para que no me moleste la conversación. Yo saco mi Papyre, la apoyo en el servilletero, y me pongo a leer toda contenta.

En esto aparece el mosquetero.

-Disculpe señora que la moleste, pero es que me sigue gustando mucho ese libro tan particular que tiene -dice, recordando la breve (y no narrada por repetitiva) conversación que tuvimos la otra vez que comí allí con el Papyre como protagonista. Le digo que no me molesta en absoluto.

-Es un libro muy particular -repite él- y usted también es una señora muy particular.

Se lo agradezco porque lo ha dicho con un curioso tono entre fascinado y divertido. Acto seguido aparece el pan (¡calentito!) con la misma salsita de la otra vez, y el cocinero me pone delante un platazo con dos montones de comida, uno de arroz moreno como el café, y otro de carne picada nadando en un jugoso mezcladillo de cosas. Como concesión a la vida sana, un arco del perímetro del plato lleva unas rodajas de tomate y algunas olivas. Ante la aprensión del cocinero, pruebo un poco del arroz.

-Es un poco diferente -dice él, con tono algo preocupado. El arroz, de grano largo, está cocinado con una peculiar mezcla de especias, y tiene tropezones de suculentas judías negras. Le aseguro que me encanta.

-Sabe un poco como a… ¿curry?

-Lleva comino -explica él, mientras yo pruebo un poco de la mezcla de carnita picada y me quemo ferozmente la lengua. Está todo muy bueno, y el cocinero desaparece, tranquilizado, mientras yo me aplico a la demolición sistemática del platazo.

Cuando no queda ni un granito de arroz el mosquetero me pregunta si me apetece alguna cosita más. Como estoy repleta, sólo pido café.

Un par de minutos después el mosquetero vuelve, se coloca frente a mí con las manos en actitud de súplica y me explica, contrito, que están arreglando la máquina de café y que no va a ser posible servirme. Le aseguro que no tiene ninguna importancia y pago los 5 ? que cuesta el platazo que me acabo de trasegar.

-Muchas gracias, señora, que tenga una muy buena tarde.

-Lo mismo le deseo -digo, y me voy con una sonrisa de oreja a oreja.