Más a menudo de lo que es molón reconocer me encuentro viajando a horas intempestivas. Vas por un aeropuerto que no sabes si es este aeropuerto o aquel aeropuerto, buscando las indicaciones de los taxis o el parking o el aparcamiento de unicornios o cualquier otra cosa, con medio cerebro pensando en camas y almohadas y el otro medio asegurándote cada dos minutos que sí, que llevas la maleta, que sí, que es tu maleta, y que además sabes en qué ciudad estás. Esto último es cierto quizá un 60% de las veces. Desventajas de los aeropuertos y su previsibilidad.

Luego haces la cola para tomar un taxi, avanzando en un bustrófedon de maletas y de gente tan helada y soñolienta como tú, hablando en idiomas que sospecho se han inventado solo para fastidiar y despistarme. Un señor muy activo con chaleco amarillo habla a mil por hora con los taxistas y la gente que va a por taxis, y todos se entienden entre sí y yo tengo problemas para recordar si hay que decir buenos días o buenas tardes. Creo que son días. Creo que aún llevo la maleta.

El señor del chaleco amarillo me dirige hacia un taxi muy grande como quien espanta gallinas en un corral, agitando mucho los brazos. Yo digo good morning y el taxista dice bonjour y ya la hemos fastidiado.

—Bonyúr —digo en correctísimo francés de l’Horta(*)—, a lotel du Tantan(**) sibuplé.

—Ah, parlez-vous français?

—Non —digo, mirando de hito en hito cómo el taxista pone mi maleta en el maletero, donde parece perdida en la inmensidad tapizada pero al menos no se volatiliza, como siempre temo que haga—. Bueno, sí. An petipé.

Debo estar en Bruselas porque el taxista acaba de acelerar a unas 3 gs mientras habla por teléfono en algún idioma que suena a azulejos y cardamomo. Yo abrazo mi mochila con mucho amor e inminente nostalgia por las cosas perdidas mientras el taxista ametralla la conversación sin dejar de zigzaguear entre el tráfico, colándose por las cunetas y pisando dobles líneas de la carretera como si fueran enemigas personales. Luego decide que debe ser sociable, así que sube el volumen de la radio, que habla de lo mal que está el tráfico, y me pregunta de dónde soy, dándose la vuelta para mirarme mientras se cuela entre dos camiones con medio centímetro de espacio por cada lado.

—Spain —digo. Mi laconismo es porque estoy intentando que el café de aeropuerto que llevo dentro no salga a ver mundo. Hablo en inglés porque el pánico ha bloqueado todo mi cerebro salvo las funciones más reptilianas, una de las cuales dice «No distraigas al kamikaze hablando idiomas raros».

—Ah, Spain! —dice alegremente y creo que se pone a hablar en inglés. Luego traza una ese que hace que mi maletita se deslice y pegue, fusss pom fusss plotof, contra una y otra pared del maletero. Se me ha borrado el inglés que sé y también el poco francés.

—Símfgbrf —digo, clavando la mirada en el infinito. El infinito son edificios de oficinas. Que dónde en España, dice ahora el taxista, ignorando con elegancia al señor al que acaba de cortar el paso y que, airado, se apoya sobre la bocina de su coche.

—Valencia —digo, tragando saliva con dificultad. Ni siquiera intento decirlo con acento. Para qué. Qué sentido tiene, en estos últimos momentos de nuestras vidas.

—Ah, Balensia! —dice el taxista, más contento aún, añadiendo no sé qué mientras me mira por el retrovisor. Yo solo puedo ver que se ha metido en las vías del tranvía y que viene un tranvía justo de cara, repicando la campanita. Digo que sí al azar. Lo mismo es que no.

—Yo Ggeal Madgid —dice el taxista, y añade en perfecto inglés—: best football team, yes? —luego esquiva al tranvía y de paso a dos ciclistas y pega un volantazo que me estampa contra la puerta del taxi.

—Yes —digo fervientemente. Para discutir estamos.

—You Ggeal Madgid?

—Uí. Bucú Ggeal Madgid —en esos momentos soy más del Real Madrid que quien se os ocurra. O del Barça, o de donde haga falta. Pero bucú.

El taxi frena frente al hotel; solo el cinturón me salva de desnarigarme contra el asiento de delante. Han sido pocos kilómetros pero ha transcurrido toda una vida.

El taxista baja y brinca como una cabritilla a recoger los restos de mi maleta mientras yo me desparramo con dificultad fuera del taxi.

—Merci, madame. Bonjour.

—Ala madrí —jadeo con lo que me queda de voz. Retomo el control de mis funciones motoras, consigo asir mi maleta al segundo intento, y me tambaleo hacia recepción.

 


Notas al pie

(*) Nord.

(**) En realidad no.