Ruzafa, con San Valero al fondo Son estas noches las que me hacen recordar con fuerza que no estoy en USA. El calor es como un consomé tibio tras un día en el que el sol lo ha metalizado todo a conciencia. Pero sopla una brisa leve que pasa por mi casa desde el balcón a la galería; si pudiera verla vería arabescos fractales de aire, aún poco comprendidos. Abajo pasan figuritas que, entre la luz mantecosa y difuminada de las farolas de sodio, parecen sacadas de un sueño de El Bosco. Caminan encorvadas, como aplastadas por la manta pegajosa del aire húmedo. Se oyen voces en la calle, gente hablando, discutiendo y riendo -ahora ya sé que no estoy en Corvallis, Toto-, y se cuela música desde un balcón abierto. Se confunde con la que suena aquí dentro, una extraña mezcla de rumbas y Philip Glass.
La muerte de Crick me ha puesto algo melancólica y reflexiva; lo veo todo helicoidal y entrelazado, toda la vida unida entre sí, gotas de agua del mismo mar guardadas en diferentes botellas. Mi DNA y el DNA de ese gato negro que pasa al trote por la calle, vistos bajo el microscopio electrónico, no se distinguen. Ambos tienen esa suprema elegancia de formas y proporciones que nos deleita desde hace cincuenta y un años. El de Crick también la tenía, aunque esté ahora descomponiéndose lentamente en un proceso tan tétrico como fascinante, o quizá haya sido ya incinerado, repartido entre el cielo y la tierra.
Es una noche blanda, para escuchar música de esa compleja e indefinible que te deja con un leve regusto a sal, a océanos perdidos. Es una noche para encontrar belleza en el ladrido reverberante de un perro a lo lejos, en el polvo de ladrillo que cubre la fachada como un sudario, en el bosque raquítico de antenas sobre los tejados. Es una noche urbanita, profunda y un poco ñoña, como Suzanne Vega. Si se levantaran esta noche todos los demonios del infierno y subieran a darse un garbeo, acabarían en una terracita rodeada de palmeras, tomando horchata con fartons.