Aunque esto no ha ocurrido, tampoco es mentira. Digamos que la proporción es 70% realidad, 30% licencia poética.

El otro día estaba yo en el laboratorio, llena de angustia existencial porque mis experimentos se negaban a salir como yo quería. Esto es normal, pero siempre se acaba pasando por un punto en el que realmente empiezas a plantearte si no existirá una conspiración para evitar que realices cualquier avance en tu trabajo.
Tenía cosa de una hora de tiempo muerto, y decidí irme a la biblioteca para oxigenarme. El día era de esos que en Corvallis dan ganas de no suicidarte: soleado, cálido, con los árboles refulgentes de hojas verde tierno silueteadas de oro. El césped estaba entreverado de estudiantes en diversos grados de desnudez y estado físico, desde temblequeantes montañas adiposas hasta dioses griegos jugando al frisbis. También había un perro. Probablemente sería profesor de algo.
En mitad del Quad se erguía una puerta.
Esto no es normal, ni siquiera según los estándares bastante elásticos de la Oregon State University. La frase “poner puertas al campo” no tiene un equivalente claro en el refranero anglosajón, pero sin duda lo que tenía delante era la realización tridimensional del dicho. Una puerta de madera de chapa, en un marco de listones, quizá algo más delgada de lo que la anchura del americano medio requiere para un cómodo pasaje, rodeada de espacio abierto por todas partes.
Ahora bien, este campus es un lugar dinámico y activo en el que cada dos por tres hay happenings de varios pelajes, y no es raro encontrar extrañas esculturas de palitos o muñecos recortados tras una esquina, así que mi primera impresión fue que habían dejado salir de nuevo a los estudiantes de arte sin poner la adecuada vigilancia. Los estudiantes de arte, sobre todo los de segundo curso, no deberían tener libre acceso a papelerías, centrales nucleares, basureros, hospitales, ni cualquier otro lugar en el que conseguir materiales para sus obras. Son extraordinariamente nocivos para la salud mental del resto de la humanidad, y sólo un poco menos peligrosos que los psicólogos sociales, la versión actual de los monstruos primigenios que traen la locura a los mortales sobre los que escribía Lovecraft.
De modo que, con todas mis alarmas internas sonando, detuve mi hasta entonces despreocupado caminar y estudié la puerta con suspicacia. Parecía inofensiva, pero conozco los clásicos de este país, como Stephen King, por ejemplo: nunca te fíes de lo más inofensivo, sea mascota fiel, coche deportivo, adolescente flaca o puerta en el campo. A poco que los hados estuvieran contra mí, seguramente la puerta me arrancaría una mano en cuanto me distrajera.
Mientras trataba de decidir un curso coherente de acción, noté el cosquilleo en la nuca que indica que alguien me estaba observando. Era hora de tomar medidas drásticas: una mirada directa en América puede ser motivo de preocupación (en lugares tranquilos y civilizados como Oregon) o de muerte súbita (en lugares vibrantes y mucho más civilizados como Chicago). El truco está en no responder con ningún acto que indique desafío. Lo que recomiendan todos los manuales al uso es erguir las orejas, dejarte caer sobre el vientre, y ofrecer el cuello, lo cual inhibe la respuesta violenta del adversario, pero de algún modo hemos perdido esa antigua tradición, avalada por milenios y por la selección natural, y hacemos tonterías tales como la que yo hice: sonreír vaga y conciliadoramente a la persona que me observaba. Naturalmente, la tal persona se tomó mi mueca como una amable invitación y vino directa hacia mí. Me alarmó mucho ver que llevaba bajo el brazo un fajo de folletos.
No pude distinguir, a primera vista, ningún símbolo religioso en su persona, pero eso no quiere decir nada: bajo ninguna circunstancia hay que fiarse de nadie que lleve bajo el brazo un fajo de folletos; es una señal de peligro tan efectiva como las franjas tricolor de la serpiente coral. Así que, acorralada por una puerta misteriosa en frente y por una chica armada con folletos acercándose, me resigné a lo inevitable y sólo esperé salir por mi propio pie del atolladero. Ilesa, era demasiado esperar.
—Hola —saludó este nuevo producto de la Sociedad Responsable americana—, ¿podría robarte un minuto de tu tiempo para hacerte unas preguntas?
Mala técnica, pensé de inmediato, no sin cierto alivio.
—No —dije, con mi sonrisa más amable—, me temo que no. Gracias de todos modos.
—Oh —dijo ella, la sonrisa todavía en el sitio pero los ojos claros redondos por la sorpresa—. Muy bien. Gracias, que tengas un buen día.
—Lo mismo te deseo.
Es así de simple, en realidad. Lo que no faltan son presas, en el campus, y las cazadoras han sido bien adoctrinadas para no perder jamás la sonrisa. Al alejarme vi con satsifacción que los folletos que llevaba la chica ostentaban el logotipo de la Cruzada por Cristo en el Campus. Me había librado de una buena.
Sí, pero la puerta todavía estaba allí, cerrada y ominosa. La opción más lógica era rodearla. También es lo que ellos esperan que hagas. La paranoia y el instinto de supervivencia me tuvieron indecisa el tiempo suficiente como para que se me acercara un joven dios ario con —cómo no— un fajo de folletos bajo el brazo.
— Hola —dijo, con sonrisa capaz de fundir los casquetes polares—, ¿tienes un momento?
¿Qué era esto, la Semana del Encuestador Emboscado? Repetí que no y tracé una curva muy poco airosa para rodear la puerta por el otro lado, donde me esperaba una chica que en estos tiempos que corren hay que describir como metabólicamente generosa. Llevaba una carpeta bajo el brazo.
—Hola —dijo, bloqueándome efectivamente el paso—, pertenezco a la Asociación para la Conservación de Lugares Históricos de Corvallis, ¿qué opinas de la reforma que se pretende llevar a cabo en el paseo a la orilla del río?
Esta era inteligente, no había más que ver cómo usaba con ventaja su considerable espacio personal para taparme las vías de escape más obvias. Dudé un instante: decir que no sabía de qué reforma me hablaba era una invitación segura a quince minutos de explicaciones. Pronunciarme a favor o en contra significaría, sin duda, otros quince minutos de explicaciones o bien quince minutos de argumentos para donar dinero. O ambas cosas a la vez.
Mi silencio duró demasiado tiempo. La chica extrajo un folleto de la carpeta y lo agitó bajo mi nariz.
—El proyecto que ha propuesto el Ayuntamiento es dañino para el medio ambiente y da prevalencia a los coches en lugar de a los peatones. Nuestro grupo intenta conseguir un paseo agradable y orientado a la famila que recupere el espíritu de ciudad pequeña que Corvallis siempre ha tenido, donde todos puedan sentirse seguros en un entorno nutricio y acorde con la naturaleza— dijo en una sola respiración. En el folleto había dos fotos del paseo en cuestión, ambas retocadas por ordenador. En una se veía algo que era simplemente un parking de cemento con dos o tres maceteros en los que apenas apuntaban unos árboles raquíticos, y la otra era una bucólica estampa de árboles frondosos y flores de colores donde los padres contemplaban benévolamente a sus hijos jugando con los perros mientras al fondo un río de un azul violentamente químico dejaba que varias docenas de pescadores hundieran en él aparejos de complejidad alienígena.
No tuve dificultad en determinar qué foto correspondía a cada proyecto.
—Estamos recaudando firmas para conseguir hacer realidad el sueño de los habitantes de esta pequeña ciudad de gozar de un espacio libre de humos en el que poder disfrutar del contacto con la naturaleza.
Pensé que en Corvallis basta andar durante veinte minutos en cualquier dirección para encontrarse en medio de la naturaleza más pura y salvaje, donde se puede pisar bosta de llamas y ovejas a placer y ser desangrado por los mosquitos hasta que el cuerpo te pida basta. Devolví el folleto a la chica.
—Gracias por la información —dije
—. Pensaré en ello.
—¿No crees que debemos impedir cuanto antes la destrucción de uno de los lugares históricos más importantes de Corvallis, que ha sido testigo del paso de generaciones enteras?
No, pensé. El paseo del río fue construido en 1946. Es prácticamente nuevo. Fue reformado otra vez en 1966, para añadir más plazas de aparcamiento. Sea lo que sea que va a ser destruído, pensé, no es un lugar histórico.
—He de meditarlo —dije, poniendo cara trascendente. “Meditación” es una palabra clave en América últimamente, y tiene la misma validez que cuando el Papa habla ex cathedra. Si has meditado acerca de algo, no puedes equivocarte. La chica sonrió inmediatamente.
—Por supuesto —me alargó otro folleto más pequeño—. Aquí están nuestros teléfonos y direcciones de correo. No dejes de ponerte en contacto con nosotros.
—Gracias —dije, y rodeé a la chica con ciertas dificultades, esperando no ver a más gente con folletos.
No había nadie, y ya había pasado al otro lado de la puerta sin tener que abrirla. Me consideré salvada, pero entonces cometí el error de mirar atrás.
La otra cara de la puerta tenía pegada una gran hoja de papel en cuya cabecera estaban escritas, con rotulador, las palabras “¿Estás preparado para Cruzar la Puerta?” Al lado, sonriendo como un ángel, una chica rubia y esbelta, con un gran fajo de folletos bajo el brazo, me miró directamente.
—Hola —dijo alegremente—, ¿ya has conocido a Jesús?
En este punto mi presión sanguínea ya estaba bastante cerca de la ionosfera, y aunque no recuerdo muy bien cómo salí del paso, debí hacerlo, dado que no voy por la vida cantando himnos litúrgicos. Pero tardé bastante en recuperarme del trauma de aquel día, y aún más en atreverme a volver a atajar por el Quad.
Ahora ya sé cuál es el truco. Cada vez que se acerca la Temporada de los Encuestadores, acarreo a todas partes un fajo de folletos del tamaño de la pirámide de Keops. Y como la mejor defensa es el ataque, cuando se me acerca algún encantador joven con la pregunta en los labios, le ciego con mi más radiante sonrisa y atajo:
—Hola —digo, sonriendo como un tiburón—, ¿tienes un minuto para comentar las Leyes de Mendel?
Puedo jurar que casi nunca falla.