Son útiles, pero tienen mucho peligro. El nombre suena a algún protozoo de agua dulce («Mira, ¿ves ese globito de ahí que parece que gira como una peonza? Es una metáfora, un macho, me parece. La hembra de la metáfora es más grande y de color fucsia pálido. Las metáforas viven en aguas ricas en nutrientes y se alimentan de trocitos de tela de vaquero en descomposición…»).
Ejem. Decía yo que las metáforas tienen mucho peligro. Algún profesor despistado ha explicado con demasiada alegría y levedad el Mito de la Caverna y se ha acabado encontrando en los exámenes pormenorizadas descripciones de las aventuras de Platón, ese gran espeleólogo. Los más despistados dicen que el espeleólogo era Sócrates y que Platón le robó el cuento de las sombras chinas un día que Sócrates iba hasta arriba el vino resinoso de las islas.
Cuando me explicaron la metáfora en clase de Lengua, en el cole, el mayor problema del profesor fue enseñarnos a diferenciar metáfora de comparación. Porque es que, a lo mejor éramos muy cortos (lo éramos, pero luego algunos crecimos), pero no lo veíamos: ¿qué diferencia había entre decir «tus ojos son como dos estrellas» y «tus ojos son dos estrellas»? Las pasó canutas el pobre Don Mariano. Finalmente todos decidimos que la diferencia era la aparición de la palabra «como» en el texto sospechoso, y así pasamos todos de curso, tan contentos.
A las metáforas les pasa un poco como a los bombones. Al principio nunca tienes suficiente, siempre quieres más. Luego te das cuenta de que te has indigestado porque te entran náuseas al ver uno. Y cuando te recuperas empiezas a discriminar más y ya no te atracas con bombones al por mayor de chocolate dulzón y pegajoso, sino que prefieres apenas uno de vez en cuando. Pero ojo, un bombón de Lindt al 70% de cacao, como poco. Que aún hay clases. Y ya me he despistado otra vez.
A lo que iba: que las metáforas vienen bien, a pesar de los riesgos que entrañan. Son útiles. No podemos vivir sin ellas. O sí, pero muchas cosas sonarían raras. Por ejemplo, tendríamos que decir «la sustancia lacrimal que lubrica tus córneas refleja la luz en patrones que encuentro estéticamente placenteros y sexualmente estimulantes», y la verdad es que no queda igual. Este tipo de cosas sólo se leen en malos relatos de ciencia ficción cuando hace su entrada el típico androide/alienígena/entidad incorpórea artificial o no, que de repente decide (ello sabrá por qué) que quiere ser humano y se pasa medio libro (o siete temporadas en el caso de series de la tele) haciendo intentos patéticos y bastante risibles (que no graciosos) de emular a sus admirados humanos en esto de los sentimientos, la poesía, el amor, y blablabla. No sé si se me ha notado mucho, pero este es el tópico que más rabia me da de toda la ciencia ficción, sin excepciones, seguido muy de cerca por el de «alienígenas superpoderosos y la mar de paternalistas que quieren salvar a la Humanidad de sí misma, ellos sabrán por qué». No lo aguanto, me pone mala.
Hala, ahí va el hilo otra vez, a ver mundo. Bueno, da igual, he dicho algo de lo que quería decir. Mis cuentas están saldadas, he purgado la bilis de mi sistema, he aliviado la presión interna.
Metafóricamente hablando, claro.
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