La mujer del sastre y los duendecillos

 Cuenta la leyenda que los habitantes de Colonia eran muy perezosos. Vivían bien, y no necesitaban trabajar, porque por las noches un auténtico ejército de duendecillos salía de sus túneles y cuevas y acudía a la ciudad y trabajaba sin descanso curtiendo, amasando, ordeñando, aserrando, cosiendo y limpiando mientras todos dormían. De modo que los ciudadanos sólo tenían que dejar algunos cuencos de leche fresca, y sus pequeños visitantes se ocupaban de todo y les permitían vivir sin trabajar, ociosos y despreocupados. 

Hasta que una noche la mujer del sastre, impulsada por la curiosidad, tomó un farol y salió a ver a sus industriosos invasores. Pero a su luz los duendecillos huyeron y no regresaron nunca más, y la gente de Colonia no tuvo más remedio que arremangarse y ponerse a trabajar de nuevo como en el resto de ciudades de Alemania.

La ciudad ha erigido una estatua a la mujer del sastre, y se puede pensar que es por un loable deseo de honrar a quien sacó a los ciudadanos de una situación de pereza y dejadez moral llevándolos de nuevo por el recto camino del trabajo duro pero satisfactorio hecho con las propias manos y a costa del propio sudor. 

O se puede pensar, también, que por entonces la ley ya prohibía el trabajo infantil en Colonia, y que una manera de soslayarla era llevar a niños de las poblaciones vecinas para que, por la noche y en secreto, trabajaran en cuadras y talleres, fábricas, campos, obradores y mataderos, dando así mayor prosperidad a una urbe antigua y ya de por sí próspera. Y los habitantes, cómodos con el arreglo, hacían como que no veían, y ya de paso supongo que también harían oídos sordos, hablando quizá a sus hijos de duendecillos y demás, hasta que una mujer, quizá del sastre, quizá no, sacó a la luz la práctica y consiguió incomodar suficientes conciencias para terminar con tan sórdido estímulo económico.

Lo cual hace que la estatua me guste aún más, la verdad.