Pues resulta que durante el viaje el avión transatlántico me dejaba en Denver, que tiene el aeropuerto en mitad de un secarral infame digno de una novela existencialista rusa escrita por un maníaco depresivo en horas bajas drogado con opio; pero al menos el aeropuerto en sí es muy lindo y aseado, reluciente y con muchas tiendecitas y demás, en las que no me pude detener porque tenía apenas una hora para pasar por inmigración, aduana y demás mandangas. Y he aquí que después de pasar por inmigración y aduana tenía que pasar por Seguridad. Seguramente porque claro, como me había pasado las últimas veinte horas o en aviones o en aeropuertos, y todo el rato tras la pantalla de seguridad, tenían que asegurarse de que no había materializado un cortauñas en un bolsillo durante ese tiempo.
Total. Que como ya me sé el cuento, voy y saco el portátil de la mochila, lo pongo en el barreñito, pongo en otro barreñito las llaves y las monedas y el abrigo, y en eso que me hacen pasar a una especie de pasillo acristalado al final del cual hay una puerta que el guardia de seguridad me cierra en las narices, y me quedo enclaustrada como un pez en la pecera, mientras el guardia me dice sonriendo que no es nada personal, que en cuanto alguno de los otros cuatro viajeros que están siendo registrados más adelante pase, me abren la puerta y me toca a mí. Pues nada, a sonreír y a esperar, a ver qué vas a hacer. Aunque a una se le ocurren ideas.
Pero como todo llega, dejaron pasar a un prójimo con toda la pinta de haber vuelto del desierto tras cuarenta días y cuarenta noches de comer setas poco legales, y paso yo. Una agente me instruye sobre la posición a adoptar para pasarme el detector de metales, me lo pasa, y el trasto pita. La agente me pregunta si llevo sujetador con aros, y cuando digo que sí, ella me explica sonriente que va a tener que comprobarlo, pero que lo hará con el dorso de la mano y que es sólo un toquecito y que enseguida estará, todo lo cual cumple mientras yo pongo cara de circunstancias, que no sé cómo me salió porque estaba a medio camino entre la risa y la exasperación.
Claro que no me pude dedicar a la reflexión sociopolítica porque el detector, cotilla él, va y pita al llegar a los pies. La agente aúlla «shoerunner!» y me hace sentarme en una sillita como las del colegio, pidiéndome toda amable que me descalce. Lo hago, mis zapatillas van a parar a otro barreñito, y allí el detector de metales les hace una visita y sale mudo. Pero cuando viene a visitarme a mí se pone a pitar como un tren. Nuevo cacheo, en este caso de la pierna desde el tobillo a la rodilla, y claro, ahí no hay más que pierna. Nuevo pase del detector y zas, pitido al canto. A estas alturas mis cejas andan a la altura de mi coronilla y empiezo a verle el lado divertido a la cosa, porque la agente claramente no tiene ni idea de qué pasa. Me pregunta si tengo los tobillos de metal, y respondo que de ser así no soy consciente del hecho. Dos pruebas más, con idéntico resultado, y al final la agente debe rendirse: o mis tobillos son metálicos o su detector se ha vuelto majareta. Me deja calzarme y recuperar mi portátil, que a estas alturas estaba juntando polvo en su barreñito, solo y olvidado por todos, y yo me siento tentada de irme con una risa diabólica de malo de película de James Bond, pero me contengo más que nada porque me queda muy poco tiempo para llegar al avión.
Y, como suele pasar, al llegar a la puerta de embarque me entero de que el vuelo lleva una hora larga de retraso.
Viajar instruye mucho, ¿saben?
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