La existencia de entes indemostrables da para mucho. Tres mil y pico años llevamos con ello y tan felices (es un decir), dando de comer a imprentas y editoriales y demás. Miles de calamares sacrificados (es un decir) para que corran los ríos de tinta que se han vertido al respecto.
Llevamos cosa de ciento cincuenta añitos acostumbrándonos a otra idea, que no era nueva en realidad, pero cuyo mecanismo no se conocía hasta que un viejo naturalista se decidió a poner por escrito décadas enteras de reflexión. Uno pensaría que siglo y medio es tiempo suficiente para acostumbrarse a una idea, véase lo poco que hemos tardado en acostumbrarnos a Internet, a los móviles o al agua caliente en las casas. Vaya, ni siquiera los trenes tardaron tanto en ser universalmente aceptados. Ni la minifalda, aunque para esto último puede haber razones atávicas que expliquen mejor la rapidez de su éxito. Ay, que me despisto.
Decía. Que el concepto de la evolución, y el mecanismo que la explica, sigue siendo al parecer un caballo de batalla sanote en el Imperio, quicir, en los good ole US of A. Nosotros leemos los titulares y nos reímos, jaja, estos yanquis, qué brutos. Tanto fundamentalista. Jo, jo. Mira que son.
Dejando de lado, por el momento, nuestras propias brutedades (¿o brutismos?), un sector no muy grande pero muy vociferante de la sociedad estadounidense le tiene mucha manía, desde hará cosa de ochenta años, a la evolución. Entiéndase el término «evolución» como un atajo verbal, que se refiere tanto al hecho como al mecanismo. Esta manía es tan amarga, este odio tan intenso, este miedo a la idea tan exagerado, que el sector antievolucionista no se conforma con no querer saber nada de la evolución; desea también que nadie más sepa de ella. Que la idea desaparezca, muera, se extinga. Que el terrible concepto de que la vida es una maravillosa cadena de margaritas que nos une genéticamente con todas las criaturas presentes y pasadas deje paso a una cosmología judeocristiana de creación en seis días, o bien a una encarnación sólo levemente más sofisticada llamada, paradójicamente, «Diseño Inteligente».
Esta última encarnación, creyéndose más sutil, cuando no es más que la mona con una seda diferente (irónica metáfora, esta, visto el tema), intentó colar lo incolable en clase de ciencias. En una escuela de Dover, Pennsylvania, cuando tocaba empezar a explicar la evolución, se empezó a leer a los estudiantes el siguiente y algo deslavazado texto -que traduzco del original– antes de empezar la clase:

Los objetivos académicos de Pennsylvania requieren que los estudiantes aprendan la Teoría de la Evolución de Darwin para finalmente someterse a un test normalizado en el que entra la evolución.
Ya que la Teoría de Darwin es una teoría, continua siendo sometida a prueba a medida que se descubren nuevas evidencias. La Teoría no es un hecho. Existen huecos en la Teoría para los que no hay pruebas. Una teoría se define como una explicación bien probada que unifica un amplio espectro de observaciones.
El Diseño Inteligente es una explicación del origen de la vida que difiere de la visión de Darwin. El libro de referencia, Of Pandas And People, está disponible en la biblioteca junto con otros recursos para estudiantes que puedan estar interesados en entender qué implica exactamente el Diseño Inteligente.
Respecto a cualquier teoría, se anima a los estudiantes a que mantengan la mente abierta. La escuela deja la discusión sobre el Origen de la Vida a los estudiantes y sus familias. Como distrito con objetivos académicos estandarizados, la instrucción en clase se centra en preparar a los estudiantes para que estén familiarizados con dichos objetivos.

Aquí hay mucha tela que cortar, a poco que leas el textito con atención. Nótese el sibilino mal uso del concepto «teoría», aunado a una definición copiada de diccionario como un apresurado intento de curarse en salud. Nótese la nula comprensión de la teoría darwinista (que jamás intentó explicar el Origen de la Vida, con mayúsculas o sin ellas) y el aferrarse como clavo ardiendo a los «huecos» (amada palabra de los creacionistas más paletos). Nótese la torticera alusión a la «mente abierta», presentando al Diseño Inteligente (creacionismo con otro nombre) como hermosa y democrática alternativa, como ilustrada opción B, como aspirante al título, como rebelde con causa contra la tiranía ideológica. Nótese el -vano- intento de nadar y guardar la ropa: «es que nos obligan a enseñar la evolución, malos que son, pero en realidad nos mola más esto». Incluso el libro que recomiendan no es trigo limpio. Si queréis, otro rato lo analizamos jugada por jugada.
Vano intento, digo. Porque no coló. Una asociación de padres y profesores de Dover se hartó de tanta tontería y tanto usar a los niños con fines político-religiosos y anticonstitucionales, y demandó a la escuela. El resultado, llamado por abreviar The Panda Dover Trial, es una de las cosas más divertidas que han pasado en los últimos años, y no lo digo por decir. En un juicio sin jurado, con un juez muy alerta y cargado de un sentido del humor la mar de sarcástico, con abogados de la acusación despiertísimos y excelentemente documentados, y con testigos de la talla (es un decir) de Michael Behe, las transcripciones del juicio son mejores que muchos guiones de Hollywood. Pilladas en el estrado, bromas y chascarrillos entre juez y testigos y abogados, contradicciones espectacularmente puestas de manifiesto, hubo absolutamente de todo. Pena que nadie tenga el tiempo para traducir algunos puntos escogidos de las transcripciones, aunque en las primeras páginas de este hilo (en inglés) se comentan muchas de las mejores jugadas.
La vista ha terminado, y el fallo será seguramente el mes que viene. Vista la calidad de los testimonios de expertos creacionistas, perdón, diseñadores inteligentes, no pinta bien, pero nunca se sabe. Ya os lo diremos.
Y como esta entrada se ha alargado mucho, me dejo el éxito y la Buena Nueva de la llegada del Flying Spaghetti Monster para otra. Hale.