La primavera de este año ha sido pródiga en amapolas. Dice el tópico que Madrid, por estar en la consabida meseta, que ya se sabe que es severa y machadiana, tiene que ser seco y árido. Pues no. Al menos no en los terraplenes de las vías del tren, de los que he podido ver una cantidad generosa por haber tomado trenes de cercanías con la avidez de un adicto que regresa al vicio.
Atentos a la revelación trascendente: Madrid no es Corvallis. No hay altísimos árboles majestuosos, no hay bosques de abetos, ni abedules de tronco multicolor festoneado de líquenes. La tierra de Madrid no es oscura y esponjosa como la de Corvallis. No hay helechos en Madrid, y el campo no es una sucesión ininterrumpida de verde intenso y suave como el tapete de una mesa de billar.
Pero en Corvallis no hay amapolas.
Han cubierto los terraplenes este año, y se las han arreglado para combinarse de maravilla con otras flores de la estación. El resultado es un tapiz que ni el decorador más exquisito podría lograr a base de flor cortada. Los terraplenes son un festival de colores increíbles: la hierba proporciona un fondo en el que se combinan maravillosamente todos los matices del verde, desde un tono jade tierno y jugoso hasta un morado polvoriento, en gradaciones tan sutiles como volutas de humo. Por debajo, la tierra aporta toques amarillos o anaranjados. Y en islotes fractales, arreglándoselas para caer siempre donde más puedan recordar a un cuadro de Renoir, las amapolas se pavonean al lado de florecitas púrpuras que crecen en racimos. Grupitos aislados de flores de aulaga, de un intenso amarillo solar, aportan un toque vivaz a la combinación regia de rojos y púrpuras. Las flores de las jaras relucen como perlas, blanquísimas contra las hojas oscuras. La combinación es deliciosa. Cuando la velocidad del tren emborrona los colores, la mezcla hace justicia a los mejores trabajos de Turner. Si el tren pasa por una zona de terraplén cortada a pico, el brocado floral se rompe y es sustituído por arcos de tierra del color apetitoso de un crêpe, veteados de blanco, amarillo y granate.
Llevo tres semanas mirando los terraplenes cada vez que cojo el tren, como una boba. Ahora estoy en el Talgo Madrid-Málaga, y me he puesto a escribir esto cuando el exceso de colores y texturas del paisaje ha sido demasiado para mí. Los terraplenes han dejado paso a campos cubiertos de hierba color menta, larga y sedosa, con sombras de un delicadísimo lila grisáceo, sobre los que manchas enormes de amapolas destacan como sarpullidos escarlata. El paisaje parece cubierto de una capa de pelaje tan suave y sensual como el de una chinchilla, si las chinchillas fueran verdes.
Y tras apenas una hora de viaje empiezan a aparecer olivos, probablemente el árbol que mejor me cae de todos. Chaparros, originales, con personalidad, despeluchados; se ve hilera tras hilera de ellos, con las hojas cambiando del verde al plata con la brisa, contrastando estupendamente con la tierra amarilla, ocre y rosa, y combinando de maravilla con el rojo de las amapolas.
Dentro de unas semanas todo se agostará, y estos colores vivos e inusitados serán sustituídos por el gris plomo de la hierba muerta, el blanco calcáreo de la tierra áspera. La vegetación estival se vestirá de marrones y amarillos resecos y algún verde polvoriento y testarudo que también tendrá su propia belleza.
¡Qué alivio tenerla de vuelta! Nunca pensé que se pudieran reunir en tan poco espacio tantos colores y flores distintas… Gracias, Daurmith
Una lagrimita, me cae así, tontorrona ella. ¿Cómo se te ocurre hacerme esto, eh? Con lo que echo yo de menos mis amapolas, lindísimas amapolas, fugaces tras el cristal rayado de los cercanías camino a la facu. Ingrata. Y la gente de aquí no me entiende cuando les digo que esto que tienen no pasa por campo. Jo.