Decía Mark Twain que cuando el dios sensual del antiguo testamento se hizo cristiano, inventó el infierno para tener una manera de perseguir a los muertos más allá de la tumba, como un necromante cualquiera de los de película en blanco y negro. Dios, como cualquier creación humana, también temía el olvido, y quería ser recordado, aunque fuera entre maldiciones, más allá de la muerte. De la muerte de otros.
A cargo del infierno quedó un ángel caído. Dos mil años más tarde se aburrió y habló con un guionista de comic para que le sacara de aquello. Y el escritor lo hizo, y nos contó la historia de cómo el diablo dimitió de su puesto y se fue a Australia a ver puestas de sol. Y cuando se cansó también de eso, el diablo se fue a Los Angeles y abrió un local llamado Lux. Allí toca el piano para los clientes. Muy bien, por cierto.
Lucifer de los muchos nombres hubiera sido más feliz siendo Venus. O una cerilla. Pero cada uno juega con las cartas que le tocan, y de eso no se libran ni dios ni el diablo.
Dios está contento: ahora el infierno lo llevan dos ángeles. Muy bien, por cierto.