Lo bueno que tiene ir a Vancouver en coche es que te montas una aventura un poco al estilo Thelma y Louise, y salvo que en Oregon el paisaje es verde y lluvioso, en lugar de árido y seco como dondequiera que estas chicas estuvieran, pasan aventuras como de película.
Durante el viaje de ida, paramos a comer en un pueblo (por decir algo) llamado Kalama (no, os lo juro, lo ponía así con todas las letras en los carteles), y, con lo que luego demostró ser un ramalazo de temeridad casi suicida, entramos en un sitio llamado «Poker Pete´s Pizza Parlor». Qué le vamos a hacer.
El interior era una pesadilla decorada como… um… Como una mezcla de saloon del oeste, bar de carretera de los de antes, burdel, muestrario de anuncios de cerveza, el bar de «Abierto hasta el amanecer» y guardería. Lo último se debía más que nada a los bastones de caramelo iluminados por dentro, los renos sonrientes, y la nieve artificial que había en un bello parquecito de temática navideña al fondo, detrás de lo que supusimos era una pista de baile.
Pero en todo esto nos fijamos después, porque lo primero que nos saltó a la vista al entrar fue el muerto que había sobre una de las mesas. Con los pies hacia nosotros, rígido como una tabla, yacía desnudo al lado de un montón de tela roja, y durante un segundo todas nos quedamos muy quietas, con la sonrisa fija en la cara y los ojos redondos, hasta que nos dimos cuenta de que era un maniquí y de inmediato todas fingimos con aplomo que lo habíamos sabido desde el principio.
La tela roja era, previsiblemente, un traje de Papá Noel, que esperaba el momento de vestir las dos piezas del maniquí en cuestión. Como la pizza que habíamos pedido parecía requerir un viaje a Italia a pie para encontrar el queso adecuado, y nos estábamos desmayando de hambre (y aquí no hay tapas), nos entretuvimos mirando al maniquí. Una señora se lo llevó detrás de un murete bajo y de repente vimos cómo ponían las piernas mirando a la Osa Menor y las embutían en leotardos negros. Debía ser, pensé en ese momento, porque llueve y no es cuestión de que a Papá Noel se le resfríen las pantorrillas.
Luego nos distrajimos un rato mirando las fotos de las paredes y los perros de plástico iluminados por dentro que formaban la elegante decoración del interior del local, y por fin llegó la pizza y nos olvidamos del entorno. Hasta que volvimos a mirar a Papá Noel, que había sido llevado a un puesto de honor detrás de nuestra mesa, sobre un pequeño pedestal.
De inmediato supimos que algo iba mal. Papá Noel lucía un semblante varonil a la par que delicado, que entra en lo posible para un mito invernal, pero lo que no nos encajaba en la escena era la peluca rubia y rizada. Ni las sandalias de tacón. Ni los leotardos. Ni el bello y femenil bolsito colgado del brazo. Ni, por supuesto, el maquillaje. Aparte de la casaca roja y el consabido gorro, el maniquí se parecía a Papá Noel tanto como yo a Lord Nelson. Y me parezco muy poquito a Lord Nelson.
Nos pudo la curiosidad, así que finalizada la pizza nos acercamos al maniquí, y ante la mirada benevolente de dos de los otros tres parroquianos del local, nos hicimos una foto rodeando cariñosamente a un Papá Noel travestido de Mamá Noel.
Me gusta el espíritu navideño de las gentes de Kalama, sí señor.