Alguna otra vez, así de pasada, he comentado la extraña presencia sempiterna de una media cebolla en la nevera. En mi nevera. En tu nevera. En la nevera de prácticamente todo ser humano que alguna vez ha poseído una.
Todo empieza de la manera más lógica: uno se hace algo de comer y para ello necesita cebolla. Correcto. Pero claro, a veces uno no necesita toda la cebolla que hay en una cebolla, o calcula mal y empieza a cortar una de más, o cualquier otra cosa de esas, y al final del proceso alquímico resulta que sobra media cebolla. Seguro que os ha pasado alguna vez.
Pero no pasa nada, porque una está preparada para todo y tiene film transparente de ese que ¡conserva los alimentos frescos más tiempo! ([/publicidad]). De modo que envuelve la media cebolla y la deja en la nevera, para cuando necesite, en fin… media cebolla. Que es nunca. Porque, por alguna razón que se me escapa, cuando una necesita media cebolla, lo que pasa es lo siguiente: una se pone a cortar una cebolla enterita, de la cual usa sólo la mitad; luego, una tira la media cebolla que había en la nevera, y deja en su lugar la nueva media cebolla, en una especie de ritual frigorífico. Es como si la nevera comiera medias cebollas, como si necesitara tener una dentro para ser feliz y sentirse neverilmente realizada. Yo no lo entiendo, y no sé si alguien lo hace. Pero es así. Creo que la nevera (o quizá la cebolla) me posee y me convierte en un zombi que sustituye, eternamente, una media cebolla por otra media cebolla, con ignoto propósito (tachán). Daría para una novela de Stephen King si esto fuera Maine y no Valencia.
Ahora mismo tengo media cebolla en la nevera. Ve a la tuya y mira, por si acaso; esto podría ser la siguiente invasión de los ultracuerpos