Hace unas semanas, yendo al pueblo en coche, me sorprendió la belleza mineral del cielo. Estaba nublado, con un capote de nubes de aluminio, que en algunas zonas era de un sedoso gris y en otras de un luminoso color acero, con sombras de un morado polvoriento. El paisaje , aún invernal, aportaba árboles con hojas secas de color cobre y ramas negras como el hierro, un complemento perfecto a la armadura celeste.
El panorama industrial-apocalíptico cambió de golpe cuando el sol, hasta entonces oculto, se deslizó tras unas nubes más leves y convirtió el cielo entero en pura plata repujada. Quiero decir literalmente, o tan literalmente como es posible. La luz blanca, jugando detrás del relieve de las nubes, hizo del mundo una increíble fantasía de orfebre, centelleante de mithril, un tesoro más rico y hermoso que todos los existentes en este nivel del pozo planetario.
No me la pegué, pero pudo haber faltado poco.
P.S. (últimamente estoy muy postscriptumera): No hay foto porque iba conduciendo. Y no le hubiera hecho justicia. Una pena, por otra parte, pero a veces es mejor describir que mostrar. Queda más bonito.
Sniff sniff, tu descripción me ha llegado a la patata. Creo que aré un poema con la descripción que nos cuentas. Un abrazo
Has vuelto de verdad. Jo, gracias!
Crystal: y para quedarme. Esa es la idea, salvo que llegue el Apocalipsis y se termine internet. ¡Gracias por seguir leyendo! 🙂