El otro día volvía yo de un viaje de un par de días, ya tardecito. Entré en casa e hice el gesto que todos hacemos al entrar en casa: con una mano empujas la puerta, das un paso adelante, y buscas a la palpa el interruptor de la luz, cuya ubicación te sabes de memoria.
Y no pasó nada.
Bueno, pensé. Ha saltado el automático, el diferencial, como se diga. Usando la luz de la escalera, lo localicé y tchack sonó el rico y sonoro chasquido de un diferencial que se niega a rearmarse.
Vale. Maleta dentro de una patada, abro la app de linterna del móvil, intento lo mismo un par de veces pese a saber que obtendría el mismo resultado (¿no dicen que por ahí está la locura?), hasta que, con creciente cabreo impotente, me doy cuenta de que sí, efectivamente: estoy sin luz.
No sólo sin luz: estoy sin nevera, sin lavadora, sin microondas. Sin enchufes para poder recargar las baterías de a) el teléfono del trabajo, b) mi teléfono que está perdiendo batería a toda velocidad con tanta linternita, c) el iPad, y d) el MacBook. Sin modem, y por tanto sin internet. Sin PC de sobremesa.
¿Y ahora dónde están, me pregunté, las velas? Porque claro, toda casa tiene velas, y la mía no era una excepción. Pero a saber dónde. De modo que encendí un mechero que encontré por casualidad y me puse a buscar velas. Encontré dos, resecas y polvorientas, que parecían tener mechas hechas de amianto y dieron una luz mortecina y desganada, como si hubieran perdido todo el entusiasmo por la combustión.
Es sorprendente la de cosas que dejas de poder hacer por estar sin luz. Tras dar unas vueltas un tanto alocadas por el piso a oscuras, como una peonza, me senté frente a una de las velas procurando adoptar una actitud caravaggiesca y pensé. Mis pensamientos, en ningún orden en particular, fueron por estas líneas generales.
-Estoy sin luz.
-Qué frío hace aquí.
-Es demasiado tarde para llamar a un electricista.
-Qué oscuro está esto.
-Podría leer un libro.
-Pero qué frío hace.
-Estoy sin luz.
-Podría aprovechar y limpiar la nevera (seguido de «No, que no veo»)
-Podría ver una pelíc… Esto, nada.
-Podría jugar a Arkham Asyl… Leñe, tampoco.
-Podría cenar algo (porque mi cocina es de gas), seguido de:
-Hervido no, que lo mismo me rebano un dedo pelando las verduras a oscuras.
-Tengo verduritas congeladas, podría hacerlas sofritit… Ah, no. Estaban en el congelador. Que está en la nevera. Y que lleva horas, quizá días, descongelado. Efectivamente: días.
-¿Pan? Congelado también. Y ahora, mojado.
-Leche con cereales (aquí me quedé).
Acabé acurrucada en la cama con un libro y la otra vela cerca, bien envueltita en el edredón, lanzando desde el móvil por Twitter un quejoso «estoy sin luz» que motivó que varios amigos ingenieros se interesaran por el problema y huyeran horrorizados al decirles que mi piso, de fases nada. Un diferencial de los antiguos y basta. Qué es eso de tener una fase para la lavadora y otra para los enchufes, oiga, eso son refinamientos de señorito.
De modo que, a falta de un decimonónico chal, una mecedora y una chimenea para mecerme ante ella, me adapté lo mejor que pude a la vida en el siglo XIX usando el gas para calentar un tazón de leche, ahorrando cuidadosamente la batería de mis múltiples cacharritos, y haciendo planes que ni Churchill para conseguir tener en casa un electricista al día siguiente.
Y vino. Vaya si vino. Lo que se encontró… es ya otra historia.
Photo by atduskgreg under CC license (go to his Flickr photostream)
vamos a centrarnos: ¿seguro que es un diferencial? ¿no será un automático? (es que tengo que decir que yo también soy ingeniero, aunque no tenga twiter)
¡Muchas gracias por este post! Te dejo un link en Lo mejor de la quincena. Saludos.